Un trago para el fin del mundo

27 de agosto de 2020



Den una vuelta de circunvalación a la ciudad en algún sábado soñoliento. Vayan desde Corlears Hook hasta Coenties Slip y, desde allí, pasando por Whitehall, hacia el norte. ¿Qué ven? Plantados como centinelas silenciosos por toda la ciudad hay millares y millares de mortales absortos en ensueños del mar. Algunos, apoyados sobre pilotes; otros, sentados en las escolleras; algunos miran los barcos que llegan de China; otros, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una mejor vista del mar. Todos son hombres de tierra, toda la semana encerrados entre listones y argamasa, atados a mostradores, clavados a los bancos, enganchados a los escritorios. ¿Cómo se explica, pues? ¿Han desaparecido las verdes praderas? ¿Qué hacen ellos aquí?

―Herman Melville, Moby Dick.

Dice el diccionario que una revelación es una manifestación ―a veces divina― de una verdad oculta. Es decir, un instante de epifanía en que el universo nos susurra un trozo de sí; algo inatrapable como, quizá (perdón por la cursilería), el misterio de la existencia.

Hay a quienes la revelación les llega en el desierto, en la montaña o en el vientre de una ballena. Harto más insignificantes, mis momentos de revelación tienen el carácter de las hormigas cuando sueñan y un estremecimiento ―una molécula de agua, el aire o nada― las golpea.

Me ocurrió así hace unos años, en Boca del Cielo, cuando iba por mi segunda liza frita1 y vi acercarse una lancha tripulada por un viejo risueño, un poco ebrio, y un joven que agitaba una botella en alto y reía desaforado, sepan dios y el diablo por qué. Vendían cocos con ginebra.

Fue dar un trago y sentir como un rayo la necesidad de otro. Sobre tragos como ése, sobre poemas y ciencias semejantes en carácter a ese humilde trago de lanchero, pueden fundarse ―y, más fácilmente, derrumbarse― civilizaciones. Si León de Greiff lo hubiese probado, estoy seguro, lo habría incluido en su genial listado de cosas por las qué cambiar la vida propia, perdida sin remedio, en su «Relato de Sergio Stepansky»,2 junto a las panteras de Sumatra y las perlas que se bebió la cetrina Cleopatra.

Pensaba en eso mientras lo bebía en secreta camaradería con el viejo. Pero no dije nada. Fue el joven quien solito empezó a conversar. Contó que unos meses atrás había vuelto de Nueva York, donde había trabajado un par de años en un bar. Soltó, para probarlo, alguna frase en un inglés atropellado de acento turulo y volvió a liberar aquella risa ronca y desmedida, celebrando su ocurrencia. Fue allí, dijo, donde aprendió el secreto del coctel, que era nomás miel y yerbabuena (sí sabía a eso, pero el resto era mayormente arte). Según su relato, excepto por el clima, al que detestó en serio, no le fue mal en aquel tiempo antes de Trump. Sólo que sentía nostalgia, porque el mar allá no huele bien. Y porque siempre quiso ser tiburonero. Que sabía hacerlo, dijo. Matar tiburones. Y por eso volvió.

Habló entonces de los tiburones. De una vez, por ejemplo, en que halló la mitad de un hombre, apenas masticado, en el vientre de una de esas criaturas. «¡Pa su mecha el olor! Esa madre (el tiburón o el hombre) ya se estaba muriendo antes de que lo arponeáramos».

Habló de naufragios, de la sed, del hambre, de lo fácil que es perderse. De la noche inmensa y prodigiosa en medio del océano. De cosas inciertas que los pescadores extraen a veces de las redes, con sorpresa o con horror. Finalmente, habló de Dios, de aceptar sin gestos lo que sea que nos mande, y del tiempo de la veda, que es el tiempo ―ni modo― de vender cocos a los mensos turistas… es decir, a los otros turistas, no como yo, por supuesto.

Lo suyo no era voz, sino un alud, un derrumbe de la experiencia humana, ansiosa de precipitarse en su retórica. Y así, sepultado por la avalancha, llegué, creo, al tercer o cuarto coco. Cargadísimo. Para ese momento, el muchacho parecía cada vez más un profeta destinado a señalar el rumbo posible de la historia humana. Me hizo pensar también en el pobre significado de vidas como la mía, sujetas a la estridencia de los números, del trabajo con que construimos, un ladrillo aquí, otro allá, un mundo que no sólo no nos gusta, sino que nos aplasta y consume («¡Oh rueda del dinero, / que ni te palpa ni te roza / y te deshace cada día!»).3 Un mundo donde las grandes exploraciones, si ocurren, suelen ser nomás hacia adentro o a través de streaming.

Algo de eso pensaba, al escucharlo hablar del hambre infinita de los peces y no sé cuánto más.

―¿Va a querer otro?

Sí quería. Dije no.

Fue a preguntar lo mismo a otras personas a las que él y el viejo no habían dejado de vender cocos hasta ese momento. De repente, concluida su misión, igual que llegó, trepó de un salto al bote. El viejo encendió el motor. Pronto los vi alejarse y agitar las manos con un gesto que bien podía ser de lástima, pero que significaba sólo adiós.

Agité también la idiota, embrutecida mano, mientras imaginaba cómo habría sido nacer en una pesquería. Que mis hijos, igual que los de la señora del restaurante, volvieran de la escuela a arrojarse al mar cada día. Cómo habría transcurrido esa vida o alguna otra semejante, atenta a cada instante de su pulso. Una vida en la que llenaría las aspiraciones y sueños de mis hijos con el vértigo, la maravilla y el terror de lo que vive y se agita en las profundidades, en el mundo sin confines del océano.

Imaginé una búsqueda de la estrella polar en el cielo del Norte, alguna noche en altamar, para no perder el rumbo o quizá precisamente para perderlo y, por esa medida, encontrar algo o conjurarlo, ojalá supiera qué.

Ésa fue mi revelación mientras, igual al viejo de la lancha, decía adiós y veía con tristeza el fondo de mi trago. Un sorbo apenas que quedaba.


Familia jugando con las olas al atardecer
Mi familia jugando en el mar.




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  1. Creo que el restaurante se llamaba Doña Yoli, con muy buena cocina: limpia, veloz, sabrosa. Era atendido por una familia cálida, cuyos hijos, que habían nacido y crecido ahí, me dijo su madre, nunca se cansaban de jugar en el mar; que lo primero que hacían al volver de la escuela era tirarse al agua. Cada día. Toda la vida.

  2. Relato de Sergio Stepanski es un poema que comienza así: «Juego mi vida, cambio mi vida, / de todos modos / la llevo perdida… / Y la juego o la cambio por el más infantil espejismo, / la dono en usufructo, o la regalo… / La juego contra uno o contra todos, / la juego contra el cero o contra el infinito, / la juego en una alcoba, en el ágora, en un garito, / en una encrucijada, en una barricada, en un motín; / la juego definitivamente, desde el principio hasta el fin, / a todo lo ancho y a todo lo hondo / –en la periferia, en el medio, / y en el subfondo… / Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida».

  3. Dejemos aquí al menos el fragmento completo de «Entre la piedra y la flor»:

    ¡Oh rueda del dinero,
    que ni te palpa ni te roza
    y te deshace cada día!
    Ángel de tierra y sueño,
    agua remota que se ignora,
    oh condenado,
    oh inocente,
    oh bestia pura entre las horas del dinero,
    entre esas horas que no son nuestras nunca,
    por esos pasadizos de tedio devorante
    donde el tiempo se para y se desangra.

    ¡El mágico dinero!
    Invisible y vacío,
    es la señal y el signo,
    la palabra y la sangre,
    el misterio y la cifra,
    la espada y el anillo.

    Es el agua y el polvo,
    la lluvia, el sol amargo,
    la nube que crea el mar solitario
    y el fuego que consume los aires.
    Es la noche y el día:
    la eternidad sola y adusta
    mordiéndose la cola.

    El hermoso dinero da el olvido,
    abre las puertas de la música,
    cierra las puertas al deseo.
    La muerte no es la muerte: es una sombra,
    un sueño que el dinero no sueña.

    ¡El mágico dinero!
    Sobre los huesos se levanta,
    sobre los huesos de los hombres se levanta.

    Pasas como una flor por este infierno estéril,
    hecho sólo del tiempo encadenado,
    carrera maquinal, rueda vacía
    que nos exprime y deshabita,
    y nos seca la sangre,
    y el lugar de las lágrimas nos mata.

    Porque el dinero es infinito y crea desiertos infinitos.





No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.