Perspectiva

31 de marzo de 2020

Las crisis suelen darnos perspectiva. Como si nos saliéramos del mundo, mientras gira, se aleja y empequeñece, hasta volverse un punto apenas y luego ni eso, una pura nada nomás, llevándose todo lo que no es urgente ni necesario ni vital, todo eso que de tan ridículo nos daría vergüenza, si lo viéramos (y no podemos, casi nunca). Cuando uno se baja del mundo, queda apenas lo esencial, la repetitiva, única materia de ese ir y venir en la oscuridad que llamamos vida.

Hace algunos años, por las circunstancias de su nacimiento, mi segundo hijo debió quedarse largo rato en el hospital. Todo lo que conoció hasta las seis semanas, los sonidos, las voces, los olores, estaba constreñido al mundo cerrado del hospital. Afuera, mientras esperábamos noticias o la siguiente hora de visita, mientras madres y padres veíamos con pavor a la «Poli Chiquita» (una pequeña y joven guardia) salir a veces de la UCIN con un cuerpo diminuto entre los brazos, envuelto en una sábana; mientras llorábamos ―agradecidos de que no fuera nuestro niño, avergonzados de ese sentimiento horrible― y nos dolía su indolencia en el modo de cargar un cuerpo muerto (pobre también ella, porque no sabía, como no sabía nadie ahí, qué y cómo sentir), en algún momento, llegué a decirme que no importaba cuánto, uno, dos, cinco años, lo que fuese, no quería que todo lo que mi hijo conociera del mundo estuviese dentro de esas paredes, del ruido amenazante de los monitores, de las manos que examinan, del campo semántico de las agujas y del aliento artificial de los aparatos médicos. Quería que sintiera el sol, el aire en la cara, que viera el cielo, las nubes atravesándolo, y que escuchara la risa de su hermano. Que nos amara y nos sintiera amarlo. Uno, dos, cinco años, un día, lo que fuese, pero afuera, tras el horizonte, entonces lejanísimo, de la puerta de salida.

Eso pensaba. Mentía, claro, porque uno siempre quiere más para los hijos. Otro día, otra década, otra vida, diez mil vidas más. Pero eso pensaba entonces. También sentía que no podíamos seguir viviendo como lo hacíamos: esclavos del trabajo informal, sin estabilidad ni tiempo para nosotros, para crecer, para vivir, para gozarnos. Mi otro hijo siempre había querido ―como quiere aún― vivir cerca de la playa o de algún río. Me prometí que lo haríamos. Largarnos a algún sitio así. ¿Por qué no, si en todas partes hay comida y techo y modo de ganarse la existencia? Así fue como en las horas infinitas de espera, afuera de la UCIN, para no ahogarme de golpe, tracé un plan por si salíamos del hospital.

Y un día salimos. Con miedo e incertidumbre, flacos, exultantes. Excepto que no dimos siquiera un paso en dirección de esa otra vida posible. Día a día, encontramos un motivo para postergarla. Y luego cada semana, cada mes, el próximo año, quizá. O no. Porque la renta, porque el trabajo, porque ¿ya viste cuánto cuesta mudarse nomás? Porque al final resulta que lo posible de toda posibilidad es exactamente lo contrario cuando no se tienen medios de oponer voluntad a la inercia con que el mundo nos arrastra e impide mandar al carajo el equipaje.

Las crisis suelen hacernos valorar lo esencial. Perspectiva le decimos. Es así, creo. Excepto que, sin importar desde qué distancia observemos, la perspectiva sirve más bien poco. Pienso en eso de vez en cuando, al escuchar las noticias en la radio o leer acerca del calentamiento global y los incontables estragos y crímenes causados por el capitalismo, o cuando me encuentro el video de un empresario mexicano haciendo un llamado de vuelta a la normalidad, en la cuarentena del Covid-19.

Tal vez por eso, también, me produce no sé bien definir qué clase de sensación incómoda toda manifestación del deseo de vuelta a la normalidad, mayormente alienada, que conocemos: las reuniones, las firmas, los informes, las citas y los formularios, la estantería de etcéteras que sirven para todo, excepto para mejorar la vida de nadie, casi nunca. Quiero decir: todo eso que hacemos empujados por el engranaje de una máquina tan descomunal que escapa de la vista, atrapados como estamos entre sus átomos enloquecidos; encerrados todos en la misma tragedia de esa vaca descrita por Zitarrosa (Uruguay for export), «que recibió el marronazo en plena frente, de dos dedos de espesor, mientras entraba al tubo desconfiando porque allí no había pasto».

Cualquiera que sea el futuro, no parece que haya por esa ruta tampoco demasiado pasto. Desde antes de la pandemia. Y, sin embargo, dicen, hay que creer que sí, que hay uno o dos caminos posibles y que poco a poco los construimos, a veces a zancadas y a veces nomás con un gesto, como buenamente se va pudiendo.

O no. Porque hay días en que no creo nada, ni a mí ni a nadie. Como hoy. Y entonces sí, en cierto modo, la perspectiva es un alivio. Caben ahí los papalotes y la risa, el asombro de los cuentos leídos, todos metidos en la cama, buenas noches, hasta mañana, sueñen bonito, con el mar, con grandes aventuras, con un pájaro que habla, con una casa en un árbol donde quepamos todos, los amo tanto…


Niños leyendo en la cama



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No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.