Perder el Quillet

31 de julio de 2020

Amo los libros desde siempre. Antes, incluso, de saber leer. Aunque mis padres no eran lo que se dice lectores de hueso colorado, procuraron hacerse de una pequeña biblioteca, con la idea, supongo, de acercarnos a mis hermanas y a mí al conocimiento. No fue así. Antes que conocimiento, los libros nos dieron alegría. Las ilustraciones, las fotos, los colores, la textura del papel, su olor, todo eso junto era, como es hoy todavía, gran motivo de alegría. Y ésa, pienso, la alegría, hizo la diferencia.

No obstante, en mi caso, antes de llegar a la alegría ―o quizá entre una y otra―, pasé con los libros algunas estaciones forzosas en el desasosiego, el sobresalto y la abierta turbación.

Hormiguero, por Oski

Éramos en aquella época una de esas familias sin casa propia, que deambulan de un lado a otro en función del costo de la renta. Algunas veces tuvimos patio y otras tantas, apenas un pasillo, una azotea acaso. Ahí debía uno inventarse la vida, el juego y todo lo demás que inventa un niño. No sé por qué, pero a excepción de La Pantera Rosa y Plaza Sésamo que nos ocupaban entre tres y cuatro de la tarde, casi nunca veíamos la tele. Así pues, el limitado espacio de aquellas casas y nuestro enfermizo desinterés televisivo, nos empujaron a menudo al librero, que mi madre se encargaba de surtir ―gracias al trabajo de vendedores de libros de puerta en puerta que había en ese tiempo― con todo lo que imaginaba necesitaríamos saber alguna vez y ella quizá no sabría respondernos: de dónde vienen los niños, por dónde salen y qué hacer en caso de que nos embarazáramos sin querer. A ella, a mi madre, debimos títulos como Enciclopedia de la vida sexual y Pregúntale a Alicia. Por su parte, mi padre hizo también inquietantes aportaciones al patrimonio bibliográfico de la familia: desde intocables de la estirpe de Introducción al estudio del Derecho, hasta los muy recordados, entretenidos y perturbadores Carrie y Poltergeist (este último perteneciente a ese género de libros basados en películas). Como es fácil suponer, mis padres no le hacían el feo a nada. Y nosotros, dignos herederos de sus genes, tampoco.

Con todo, de vez en vez ―hay que decirlo también―, se lucieron con pequeñas maravillas. Libros que inspiraron desde exploraciones científicas que casi nos mataron, hasta nuestros primeros actos de romántico heroísmo y las pueriles canalladas de siempre. Milagros secretos: libros que, sin darnos cuenta, daban otro sentido a las sensaciones y misterios que la vida despertaba en nosotros, mientras nos revolcaba contra todo y por todo, y todos los días, entre corcholatas afiladas y barcos piratas disfrazados de tenderetes en la sala.

Magneto, por Oski

Los monitos importan

Entre esos primeros libros, llegó una enciclopedia infantil que habría de influir poderosamente en los acercamientos al mundo que nos rodeaba. Una enciclopedia que amé y disfrute hasta lo indecible: El quillet de los niños, editada en Argentina por la genial Beatriz Ferro.

Se trataba de seis tomos en los que había un montón de esas cosas que la gente pequeña encuentra fascinantes y que los adultos no saben o han olvidado casi siempre: cómo hacer tinta invisible, qué palabras usan los marineros en altamar, cómo funciona una cámara fotográfica, qué son los colores, cómo creía la gente hace siglos que era la Tierra, quiénes eran el Gordo y el Flaco… Una maravilla de juguetería, en seis tomos enormes y a color.

Pero el mayor encanto de la enciclopedia, creo, eran sus ilustraciones, a cargo de tres grandes: Ayax Barnes, Enrique Breccia y, mi favorito, Oski. Claro que por ese tiempo yo aún no sabía qué tan grandes eran esos tres y ni siquiera tenía claro cómo hacía un ilustrador para ganarse la vida. Hoy tampoco tengo claro eso último, pero agradezco infinito al azar que haya puesto a esos tres en mi camino. No sabía leer aún, pero ni falta hizo. Sus dibujos zarandeaban mi curiosidad de saber qué tenían esos libros que decirme, a mí, otro analfabeto de cuatro años de tantos como tenía el mundo.

Ilustración de Áyax Barnes para El quillet de los niños
Curalotodos, forzudos, marionetas y juglares, ilustrados con recortes por Áyax Barnes.

Animales submarinos
Animales submarinos, con el trazo serio, de tono misterioso, incluso sombrío a ratos, de Enrique Breccia.

Costas
Archipiélago, istmo, costa baja, médanos, delta, escollos, península… ¿quién no aprendía esas palabras cuando las ilustraba Oski?

Los monitos importan. El sistema editorial que categoriza todo, no siempre con razón, nos hace creer que las páginas con dibujos son menos importantes que cualquier otra. No es así. La irrelevancia prospera en todas partes, con y sin dibujos. Y en cambio, una ilustración intencionada en el lugar correcto lo ilumina todo. Incluso objetos, por lo general, tan feos como los periódicos demuestran una vocación y voluntad de belleza inusitadas cuando son ilustrados.

Las ilustraciones del Quillet completaban y, a veces, daban sentido a las sensaciones que componían nuestro mundo en aquella época, en Acapetahua, conformado por su olor a marisma y a casco de tortuga, el estero, el tren que pasaba cerca de la casa y que salíamos a ver a veces, el auditorio municipal adonde otro niño vecino, hijo mayor de una familia china, me llevaba a ver la lucha libre a través de una reja exterior, haciendo equilibrios para mantenerme trepado sobre sus hombros. Y dentro de casa, Daktari en la tele, Kalimán en la radio, Pancho el sapo gigante escondido en un agujero del patio, y dos o tres tomos del Quillet en el piso fresco de cemento, abiertos y ojeados a ratos, porque quién sabe qué decían las letras, pero los dibujos en cambio…

Años más tarde, en otras ciudades, con el silabario, los libros y revistas ―Clásicos ilustrados, Vidas ilustres, Grandes viajes, Joyas de la mitología y publicaciones semejantes para niños y no tan niños, que mi mamá compraba en un puesto de usado, en el mercado, regateando dos pesitos en este kilo de mandarinas y tres más en la carnicería―, llegó también la ansiada casa propia familiar.

Página de periódico infantil ilustrado
Actividad propuesta por el Quillet (tomo 4, pp. 64-65): hacer un periódico. «En casa, en la escuela, en el barrio, siempre hay novedades. Esas novedades pueden convertirse en “la gran noticia” (…) ¿Cuántos ejemplares se hacen? Uno solo, que circula entre mucha gente, niños y mayores».

Con la casa, la geografía de nuestra infancia cambió y quizá pasamos menos tiempo con un libro en la mano que con una resortera. Y cómo no, si el territorio antes limitado de la vida familiar, se tornó de pronto inmejorable: un patio enorme, un barrio casi rural (en aquel tiempo), de pocas familias, pero todas con muchos niños, y hectáreas enteras alrededor repletas de monte y asombrosas, coloridas alimañas. Había ahí cerca incluso un barranco en el que practicábamos escalada con mecates robados del tendedero; y dos o tres kilómetros adelante, un arroyo de temporada, al que desde luego sólo podíamos llegar en abierta violación a todas las reglas de cuidado (de por sí laxas) que protegían la buena consciencia de nuestras familias, más preocupadas de llenarnos la panza que de nuestra efectiva seguridad.

En cualquier caso, aunque pasábamos muchísimo tiempo jugando fuera, el daño que supone el placer culposo de los libros estaba ya hecho. Así, en las noches, en la cama, cuando el viejo hábito lector hacía de las suyas, siempre volví al Quillet, como volví mucho más tarde ―luego de esas crisis idiotas que traen consigo ciertas edades― a Las mil y una noches, al rocanrol y, ni modo, a la añoranza del hogar, perdido o dejado atrás y reencontrado tantas veces. Aun así, como se sabe, casi nunca vuelve lo perdido. Por más que la memoria insista y lo reclame. Por más que el amor persista y también reclame. Por más que el mundo se esté yendo derechito al diablo. No vuelve lo perdido. Y yo, por olvido, por esa ingratitud de la inmadurez adolescente, perdí el Quillet tras el portazo que di al marcharme de casa. Lo busqué después a lo largo de varios años. Pero fue imposible. A saber por qué, dejaron de editar la enciclopedia. En Argentina (donde nació), en México y en cualquier lugar que aparezca en el mapamundi, El quillet de los niños está fuera de catálogo. Igualito que la infancia.

Con tanta tristeza como hay de por sí en el mundo, y encima eso.

Que deje de editarse un libro (seis en este caso) tan bien hecho, con una redacción tan pulcra, con una esmerada selección de temas e ilustrado de forma tan prolija como el Quillet, es algo que no debería ocurrir jamás en ningún lado. Lo malo es que sucede.

Eso pasa, creo personalmente, porque tal como rezan implacables las estadísticas, no siempre hay amor en nuestra relación con los libros. Hay curiosidad. Hay deseo. Hay consumo. Otras veces, tal vez las más, nos servimos de ellos: para fingir que los leímos y obtener títulos o empleos, para adornar la sala, para guardar papeles o golpear con alguno de ellos a cualquiera de los tantos enemigos ideológicos que nos asaltan en las redes sociales. Nos gusta servirnos de los libros sin amarlos y, peor, hasta sin leerlos. Así pues, es complicado enseñar a nuestros hijos a amar aquello que nosotros mismos vemos casi con desprecio. Si habiendo amor y voluntad y deseo, abandonamos y somos así también abandonados, no es difícil imaginar el terror estadístico que resulta de olvidar la vida, los libros, los sueños, el país, nuestras herramientas, todo, sin el menor asomo de amor. Tal vez ni haga falta imaginar nada. Lo vemos a diario en todos lados.

Como sea, el mundo dejó atrás al Quillet. También a Beatriz Ferro, su creadora, quien murió en 2012. Sin ella, sin sus letras, sin su idea, sin los ilustradores que supo reunir en el Quillet, estoy convecido de que la infancia de quienes lo tuvimos en las manos no habría sido la misma.

En mi caso, la obra de Beatriz sembró varias semillas: la aspiración de la ciencia, el amor a los dibujos, el respeto por la palabra propia y por la ajena. Y acaso también la vocación de explorar la posibilidad de las cosas imposibles. Aunque ellas también se pierdan, como se pierde todo en este mundo.

Dibujo de Oski con globo de diálogo que dice Nada se pierde, todo se transforma

Perdón, quise decir: «como se transforma todo en este mundo», tal cual dice la ley de conservación de la materia (Lomonósov-Lavoisier), tan bien descrita por la ilustración de Oski en la página 29 del tomo 1 del Quillet.

Reencuentro

Mi madre es lo mejor que le pasó a mi viejo Quillet.

En una versión con más palabras innecesarias y otro final, publiqué «Perder el Quillet» en 2008, cuando mi hijo mayor acababa de nacer. En aquella ocasión, mi madre leyó el artículo y se sintió un tanto culpable. Fue ella quien, durante una prolongada ausencia mía, con la idea de hacer algún bien, obsequió El quillet de los niños a los hijos de una familia amiga con la que luego perdió contacto.

Lo que hizo después de leer aquello, sin embargo, me devolvió una alegría que se sumó a mi modesta lista de reencuentros afortunados. De algún modo se las ingenió para buscar a esa familia. Se encontró con que los libros habían sido a su vez regalados (¡en partes, tomo por tomo!) a otras familias.

Pero mi madre cree en el valor de la persistencia. Y así como antes negociaba para ahorrar unos pesos y comprar revistas de reúso, persiguió los tomos con tenacidad hasta que consiguió reunir de nuevo los seis tomos originales. Me los obsequió por segunda vez, bastante desvencijados, desde luego, pero eso también me dio otra clase de alegría: muchas de las páginas lucen ahora mensajes escritos por manos tan inexpertas como ávidas. Mensajes que viajaron en el tiempo, desde la infancia de quién sabe qué niños que ahora ya estarán grandes, hasta mí y a la infancia de mis hijos.

Radiotelescopio

Igual que yo alguna vez, mis hijos también se encuentran a ratos con el Quillet y sé que algo les pasa entonces por la cabeza, porque ríen con las ilustraciones y, a veces, con las anotaciones a mano de los niños desconocidos, como ésta, en la página 101 del tomo 6, que dice: «Hay muchas formas de escribir y todas sirven a los hombres para comunicarse y entenderse», que es en realidad el resultado de un ejercicio de criptografía que contiene el libro.

No sé exactamente qué piensan mis hijos al visitar las páginas de nuestro Quillet maltrecho. Pero sé que importa, que algo hace en sus imaginaciones y que, algún día, igual que una brújula, eso también les señalará un rumbo por dónde, tal vez, ojalá, volver a casa si se pierden.


Globos aerostáticos dibujados




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No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.