Oesterheld, prehistoria del puño

23 de julio de 2019

Hoy cumpliría 100 años Héctor Germán Oesterheld, escritor de El Eternauta, Mort Cinder, Ernie Pike y varias historietas más.

La maquinaria imaginativa de Oesterheld siempre me ha parecido prodigiosa. No era ―como no es aún― algo que se viera muy seguido en ningún lado. Más allá de eso, es su propia historia la que me conmueve de modos que me cuesta describir (no lo haré aquí ni hoy). En cualquier caso, no me parece que sus circunstancias lo hagan encajar en la categoría de víctima y, sin embargo, es obvio que lo fue, al igual que su familia, en no sé explicar bien qué mezcla de lucha y desolación tremendas. Quiero decir, toda esa vida, que era tanta, amontonada y desaparecida para siempre, como cuánta gente en nuestros países.

Por eso, siempre que llega esta fecha (23 de julio), me acuerdo de «Prehistoria del puño», el poema de ese otro indignado que es Enrique González Rojo. Lo posteo enseguida. Antes, para que se entienda por qué, copio y pego aquí un fragmento de la entrada de Wikipedia acerca del escritor argentino.

Elsa Sánchez, la esposa de Oesterheld, rememoraba:
La bronca se me mezclaba con el dolor, porque yo no podía entender que el hombre con el que habíamos sido tan felices, el escritor pacifista y democrático que había plasmado su amor al prójimo en todas sus obras, hubiera tomado partido por algo violento [la organización política y militar conocida como Montoneros]. Porque aunque él no lo fuera, era cómplice de los que lo hacían y ponía en riesgo a sus hijas. Héctor miraba a los jóvenes que querían un mundo mejor y exclamaba: «Estos chicos son maravillosos». Y yo le contestaba: «Hasta ahí vamos bien, pero no podemos dejar que se expongan». Si me hubiera escuchado…".​
Oesterheld pasó a la clandestinidad, desde donde finalizó el guion de El Eternauta II. El 27 de abril de 1977 fue secuestrado por las fuerzas armadas en La Plata, habiendo ya sido desaparecidas y asesinadas sus cuatro hijas: Diana (24), Beatriz (19), Estela (25) y Marina (18).​ Dos de ellas estaban embarazadas. Se convirtió en uno de los miles de desaparecidos durante la dictadura autodenominada Proceso de Reorganización Nacional. También desaparecieron tres de sus yernos. Suele asegurarse que su desaparición se debió al malestar que producía a los militares la crítica social presente en toda su obra, su biografía del Che Guevara, al alto compromiso político de la última parte de El Eternauta, a su militancia en Montoneros o a una combinación de todos estos motivos; pero las causas reales se desconocen, ya que la dictadura militar no celebraba juicios ni guardaba registros de tales operaciones. De su paso por centros clandestinos de detención como el llamado El Vesubio, entre noviembre de 1977 y enero de 1978, han quedado testimonios:
Su estado era terrible. Permanecimos juntos mucho tiempo. […] Uno de los recuerdos más inolvidables que conservo de Héctor se refiere a la Nochebuena del ’77. Los guardianes nos dieron permiso para sacarnos las capuchas y para fumar un cigarrillo. Y nos permitieron hablar entre nosotros cinco minutos. Entonces Héctor dijo que por ser el más viejo de todos los presos, quería saludar uno por uno a todos los presos que estábamos allí. Nunca olvidaré aquel último apretón de manos. Héctor Oesterheld tenía sesenta años cuando sucedieron estos hechos. Su estado físico era muy, muy penoso. ―Eduardo Arias.

Personajes de Oesterheld
Según el sitio donde la encontré, esta imagen es un póster de Félix Saborido, publicado en el número 5 de la revista Feriado Nacional, el 27 de octubre de 1983.

* * *

Prehistoria del puño

Por Enrique González Rojo



En un tiempo yo fui, lo que podría
llamarse una persona
decente.
Buena educación.
Eructos clandestinos.
Modales aprendidos con metrónomo.
Y un cajón rebosante de dieces en conducta.
Pero un día,
ante los golpes de culata,
las ráfagas de párpados vencidos,
el furor lacrimógeno,
me nació un inesperado
«hijos de puta».
Se trataba de mi primer arma,
de un odio que a dos pies
cargaba la sorpresa de su propio nacimiento.

A partir de entonces,
dentro de mi gramática iracunda,
dentro del diccionario en que mi cólera
se encontraba en un orden alfabético,
disparaba palabras corrosivas,
malignas expresiones que eran áspides
con la letra final emponzoñada.
Pero yo me encontraba insatisfecho.
Ningún hijo de puta
corría hacia su casa, ante mi grito,
para zurcir el sexo de su madre.
Mis alaridos eran inocentes, inofensivos eran
como besos que Judas ofreciese
tan sólo a sus amantes.
Ante eso,
pasé de un insatisfecho «cabrones»
—pólvora humedecida por mi propia saliva—
a una pequeña piedra,
el pedestal perfecto de mi furia,
la lápida mortuoria que encerraba
la pretensión guerrera de mi lengua.

Y ahora, en la guerrilla,
mientras limpio mi rifle.
recuerdo cuando yo era, camaradas,
lo que podría llamarse una persona
decente.




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No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.