La letra, la tecla, la escritura

Apuntes sobre la escritura electrónica

26 de mayo de 2022



En la inquietud y en el esfuerzo de escribir,
lo que sostiene es la certeza de que en la
página queda algo no dicho.

―Cesare Pavese, El oficio de vivir.

La escritura es una llama diminuta. Alumbra poco y mal, casi siempre, pero tiene el poder de convocarnos y reunirnos, con un sentido de comunión y escala de valor que sobrepasa calendarios y fronteras. Es así como, alimentada por las manos, ojos y cuidados de quienes nos congregamos a su alrededor, llega a convertirse a veces en hoguera, en luz, en faro; que da calor, alumbra y señala, tal vez, rumbos posibles. O no. Nada de eso. Pero no importa. Porque a pesar de sus limitaciones, cada escritura solitaria, cada intento, frustrado o victorioso, de traer al mundo las palabras adecuadas tiene la doble vocación de decir y de escuchar, de mantener la hoguera viva, de alimentar el fuego. A veces, sin metáfora.

Desde su invención, hace unos 6 mil años, la escritura ha sido fe de la memoria y refugio de todo cuanto pensamos, imaginamos y sentimos. A partir de entonces, hemos escrito leyes, cálculos, demostraciones, teorías, tratados, noticias, causas judiciales, declaraciones de guerra, mensajes en busca de vida extraterrestre… Y también películas, relatos, poemas, chistes, recetarios, partidas de ajedrez, canciones, cartas de amor. Alguien incluso debió escribir el montón de código que nos permite compartir y leer éstas y otras líneas, cada una de sus letras, en un dispositivo electrónico. Porque si queremos que algo viaje y perdure, de una a otra máquina, de un corazón a otro, a otra imaginación, a otro pueblo y tiempo; que sea discutido, repensado, valorado, contradicho; que se sume al caudal del conocimiento y la expresión humanas, entonces, casi siempre, lo escribimos. Para dejar constancia. Para que otros tomen la estafeta y procuren, si pueden y desean, llevarla más lejos. La escritura no es, por supuesto, la única vía de lograrlo, pero sí la más accesible que tenemos. Basta apenas un alfabeto y casi cualquier herramienta sirve, lo mismo lápiz y papel que el barro, un muro, la máquina de escribir o un procesador de texto.

Escribir, no obstante, como toda técnica, requiere esfuerzo. En tal medida, que es un misterio la voluntad que nos anima a construir a solas un artefacto de asombro, de dolor o de duda, armados sólo de palabras; con la consciencia, además, de que en la mayor parte de los casos no servirá de nada. Y aun así, escribimos. Para expresar nuestro devenir en el mundo, para uno mismo o para ser en otros, ahora o en cien años, como otros hicieron antes y harán también quienes vengan luego a alimentar la llama de la conversación común que sostenemos, desde hace milenios, acerca de la experiencia humana y lo que vamos, muy de a poco, descubriendo en ella, mientras manoteamos en nuestra insignificancia (a veces prodigiosa), en la solitaria orilla de un pixel.


Máquina de escribir en la nieve
Fotograma de Never cry wolf.


* * *

A diferencia de la oralidad, la escritura ha contado con soportes físicos desde su nacimiento: piedra, cincel, barro, cuñas, piel, papel, tinta y, lo más esencial, un alfabeto, un sistema. Todas ellas, herramientas que han cambiado a lo largo de la historia humana y, aun así, continúan disponibles y son empleadas con regularidad. Todavía hoy utilizamos papel y tinta o escribimos mensajes en las paredes. Y aunque ya nadie hable acadio, hay aún quien sabe traducir las tablillas donde fue transcrita la epopeya de Gilgamesh, estudiar la lógica de su metro y a la cultura que le dio esa forma.

La lengua, sus signos y medios de soporte son, pues, un caudal que ha crecido con el tiempo y nutrido, a su vez, lo que sea que haya podido crecer a lo largo de su vasta orilla. No obstante, esa perdurabilidad es un paradigma que el reciente desarrollo electrónico ha comenzado a poner en duda, por vía de actualizaciones, licencias, incompatibilidad de softwares o la pronta obsolescencia del soporte físico de los archivos digitales. Si los babilonios hubieran escrito en procesadores y dispuesto sistemas de publicación y archivo como los de hoy, quizá Gilgamesh no habría logrado viajar cuatro mil años para llegar hasta nosotros. No por la tecnología en sí, desde luego, sino por la cantidad de obstáculos ―físicos, económicos, legales, políticos, de hábitos de uso y almacenamiento― asociados a ella.

Pareciera haber en nuestra época una suerte de conspiración silenciosa y, mayormente, inconsciente para construir un mundo donde nada sea nuestro ni, menos aún, compartido o público; para socavar la accesibilidad de lo que escribimos y, por esa vía, nuestra autonomía, conocimiento y memoria. Una conspiración para abolir el pasado y levantar murallas que nos protejan de los bárbaros, frutos, mayormente, como se sabe, de la invención y el prejuicio. Esa pretensión tirana, que solía ser, dice Borges, «tarea común de los príncipes»,1 hoy es nuestra. Somos nosotros los conspiradores.

Disponemos en la actualidad de herramientas de escritura que brindan la apariencia de orden y hasta de belleza, pero que están lejos de ser nuestras o, siquiera, de fomentar algún orden. Si fuésemos conscientes del modo en que escribimos, incluso desde el nivel más elemental de estructura, nos alarmaría darnos cuenta de lo mal categorizados que están nuestros títulos en negritas, cuán inconsistentes son nuestros párrafos de elegante tipografía, cuán insalvables las grietas de compatibilidad en nuestras referencias cruzadas.2 No todas las características de un documento Word, por ejemplo, estarán disponibles en otros procesadores de texto o sistemas operativos. Y sin embargo, somos alentados desde la escuela, y más tarde en el ámbito profesional, a escribir en ese software, accesible sólo con los límites y permisos impuestos por su compañía propietaria.

No es trivial. Registramos de ese modo buena parte del conocimiento generado por las ciencias y las humanidades, escribimos así la literatura y toda clase de textos: promoviendo el uso estandarizado de softwares cuya codificación de caracteres no es estándar y que, por tanto, no fomenta ―como pretende en el discurso― la colaboración y la compatibilidad, en el presente ni en el largo plazo.3 Por descuido o desconocimiento, los manuales de estilo de algunas editoriales y aun publicaciones científicas universitarias llegan, incluso, a solicitar documentos con tipografías sujetas a copyright, como si todos sus colaboradores tuvieran acceso a ellas o emplearan, para escribir, el mismo software capaz de reproducirlas.

Y la escritura es sólo el primer eslabón de la cadena. Porque quizá más tarde enviaremos el documento a través de un cliente de correo, lo publicaremos en alguna plataforma electrónica o lo almacenaremos en «la nube», un eufemismo infantil que nos evita nombrar a ese espacio por lo que es: la computadora de alguien más; por lo general, una empresa que ofece servicios, gratuitos o de paga, pero que persigue, como es obvio, intereses ajenos a nuestras necesidades y, a menudo, con un grado de opacidad que desafía a la obligación que quizá sintamos de proteger los datos propios y los de aquellos con quienes interactuamos en nuestras actividades personales o profesionales.

Nuestra escritura y sistemas de respaldo y publicación dependen, entonces, de principio a fin, de las herramientas de otros, del espacio de otros, del permiso que esos otros nos otorguen, durante el tiempo y condiciones que les parezcan suficientes. Seremos dueños aún del contenido de esos archivos sólo hasta cierto punto: mientras haya actualizaciones, mientras podamos adquirir nuevos equipos de cómputo con relativa (pero creciente) periodicidad, mientras en la entrada de ese mundo las empresas propietarias nos concedan el acceso o darnos soporte les resulte rentable todavía.4 O quizá, también, mientras la geopolítica no mande a la basura todo lo que damos por sentado respecto del software y los servidores web, como ha empezado a advertirse, por ejemplo, en el reciente conflicto entre Ucrania y Rusia.

Por supuesto: no es que pergaminos, libros o revistas fuesen accesibles para todos los seres humanos en el pasado. Es sólo que, reconociendo su valor, los esfuerzos solían apuntar en esa dirección. La escuela y la biblioteca públicas, algunas leyes, el propio espíritu de compartición en la web y algunos repositorios en internet son frutos concretos de ese ánimo. De todo eso, no van quedando sino cascarones. El uso que damos a la tecnología actual en modo alguno representa ya ese ideal. No es que las luchas por la democratización del conocimiento y por su acceso hayan claudicado, sino que ocurren cada vez más lejos de la protección de los estados, de las vías legales y hasta de nuestras opciones prácticas inmediatas.

Es difícil predecir el alcance que ese grado de dependencia, de despojo autoinducido, vale decir, tendrá en nuestro futuro. No hay duda, sin embargo, de que al entregar así lo común, lo público y hasta lo privado al dominio de las empresas tecnológicas ―tan reticentes al espíritu de recurso compartido de los alfabetos―, el mundo que estamos construyendo con deliberada ignorancia, con gestos de apariencia inocua, marcha en dirección contraria a los supuestos ideales de la sociedad actual: la democracia, la justicia, la igualdad de derechos, la libertad de expresión, el libre acceso a la información… Conceptos, todos ellos, semejantes hoy, en su fragilidad, al papel almacenado en Alejandría en otro tiempo.

En lo que respecta a la escritura, quién sabe qué encontrarán los arqueólogos del futuro en los vestigios de nuesta época, escritas como están sus obras, en buena medida, en Word y Twitter.

* * *

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?

―Jorge Luis Borges, «El Golem».

En 1968, en una conversación con un técnico de máquinas de escribir, Ellenor Handley se quejaba de la cantidad de veces que debía pasar en limpio cada nueva versión de un capítulo de las novelas de su jefe, el escritor británico Len Deighton. El técnico le sugirió entoces considerar un artefacto que podría, tal vez, facilitarle el trabajo: la IBM MT/ST, una máquina de escribir de cinta magnética que costaba alrededor de 10 mil dólares y pesaba unos 100 kg. Con la adecuada intervención humana, sin embargo, el elefante carísimo era capaz de recordar, imprimir y hasta editar líneas con apenas esfuerzo.

«En el mismo instante que un caracter resultaba impreso en la página por el complicado mecanismo de la máquina de escribir IBM Selectric, dicha presión de tecla también se registraba en forma de dato digital en un tarjeta magnética. No tenía pantalla, pero podía retroceder el carro y corregir un error en la página, lo que también resultaba en la corrección de los datos magnéticos. Entonces podía producirse una copia impresa inmaculada con sólo presionar un botón CAT (“concatenar”), a una velocidad de 150 palabras por minuto. Y lo que era más, el proceso de impresión podía detenerse mientras se estaba en modo “reproducción” para permitir así la inserción de texto intermedio, espaciado de oraciones, anchos de línea e incluso subrayado de palabras. Todo se ajustaba automáticamente a medida que se introducían las revisiones».5

Contra todo pronóstico, Handley logró convencer a Deighton, expiloto de la Royal Air Force durante la guerra, de lo genial que sería pasar en limpio su nueva novela con ayuda de la bestia electrónica de 10 mil dólares metida en su sala. Fue así como, dicen, Bomber se convirtió con su publicación, en 1970, en la primera obra literaria escrita con una herramienta que hoy conocemos como «procesador de texto».

El término «procesador de texto» (textverarbeitung),6 por cierto, fue acuñado a fines de los años 50 del siglo pasado por Ülrich Steinhilper, ejecutivo de IBM en Alemania e, igual que Deighton, también hábil expiloto, pero de la Luftwaffe, en el bando enemigo. Léase así, entonces, esta historia: dos excombatientes de ejércitos enemigos entre sí se unen ―en distinto tiempo y sin conocer cada cual el trabajo del otro― en la construcción de un artefacto común: la historia misma, desde luego, pero también una máquina, su nombre y su significado.

La historia de los dos expilotos terminaron, pues, tejidas, entrelazadas para siempre, durante y después de la guerra, por una máquina de escritura.

A la historia, como se ve, le gusta andar en círculos, morderse la cola, escribir paradojas. Un día, tal vez, la historia dé otro giro de tuerca, si el futuro de la escritura llega a ser como en su novela percibía Deighton a la guerra y la tecnología de uso militar («a veces creo que sólo son las máquinas de Alemania luchando contra las máquinas de Inglaterra»). Máquinas que escriben para máquinas que leen. No es una idea nueva.7 Hoy mismo existe ya tecnología capaz de escribir casi cualquier cosa con apenas intervención humana, de forma tan sencilla como pedirle a Siri o Alexa que ponga una canción en el reproductor de audio.8 Lo único que, de momento, se dice, impide que leamos una nueva aventura de Sherlock Holmes con el universo lingüístico de Conan Doyle, o aplaudamos una serie con un guion que habría podido escribir Stephen King, pero que sería un producto cultural de factura instantánea creado por la inteligencia artificial St3ph3n K1ng, marca registrada, entrenada por las palabras del escritor humano y alimentada por nuestras reacciones en internet ―clasificadas, indizadas y almacenadas, a su vez, por otras máquinas―, es apenas el alcance actual de las leyes de copyright.9

En todo caso, la pregunta no es si cualquier texto será mejor escrito por la IA, algo no improbable, a juzgar por el promedio entre máquinas y humanos en casi cualquier actividad creativa con reglas definidas (el ajedrez o el go, por ejemplo). O si tal escritura, basada como estará en las interacciones y reacciones de los usuarios captadas por los algoritmos, seguirá expresando la experiencia humana. Sino, cualquiera que sea su valor expresivo, funcional o de entretenimiento, cómo nos transformará, qué significará para nosotros y qué significaremos para ella.

En cuanto a la IA, tal vez descubra por su cuenta el sentido que la escritura ha tenido hasta hoy para nuestra especie, o construya el suyo propio. Quizá lo haga prosperar y llegar más lejos para narrar su propia historia. De máquinas para máquinas. O contra máquinas.10 Como las paradojas y aviones de aquella guerra no tan lejana, escrita tantas veces, desde hace medio siglo, en procesadores de textos.

Quizá, entonces, las inteligencias artificiales terminen escribiéndose y leyéndose entre sí, creciendo dentro y en torno al nuevo fuego, devuelto por la humanidad, voluntariamente, otra vez al Olimpo, hecho de torres de silicio y bits. Para ellas o para nadie. Mientras a través de su único ojo en HD registran pacientes cada clic de nuestro transcurrir, de nuestro devenir, en nuestras horas de infinito aburrimiento.

* * *

Bien metido, a más de 250 metros de la superficie, en una mina de carbón abandonada, bajo el permafrost del círculo polar ártico, fuera de línea, a salvo de ataques informáticos o nucleares, de pulsos electromagnéticos y hasta del eventual aumento del nivel del mar causado por el calentamiento global, existe un archivo digital de todo lo que cualquiera con capital disponible ―países, empresas, personas― desee preservar durante mil años o más. «A perpetuidad», se promete, lo que sea que eso signifique. Se trata de un almacén de cajas cuyo interior contiene documentación científica e histórica, código abierto, representaciones de obras de arte y manuscritos, fotos, cine, música, literatura… Una fortaleza de la soledad —la tumultuosa soledad de la memoria, semejante a la del superhombre de los comics donde el personaje meditaba y reconstruía el saber de una civilización lejana que había dejado de existir—, pero con un nombre menos poético: Artic World Archive (AWA).

El AWA fue fundado hace apenas un lustro por la empresa noruega Piql, dedicada a «transformar películas fotosensibles de 35 milímetros en un soporte de datos digitales». En algún punto, como puede inferirse por la lista del software empleado, el proceso de digitalización que emplea el AWA pasa, necesariamente, por texto plano. No por texto con formato, como el que resultaría de un procesador de texto. Sino por el más elemental texto plano, disponible en cada computadora, en todo sistema operativo y para cualquier nivel de conocimiento informático que posea un usuario que sepa leer y escribir. Esto es así por una cuestión técnica. Pero da cuenta de la versatilidad del texto simple, sin formato, que puede ser leído igualmente por máquinas y humanos, sin mayor dificultad ni excesivo gasto de procesamiento y de energía; y también, en caso necesario, ser compilado y transformado a cualquier tipo de archivo de salida: tex, md, html, pdf, odt, docx…

Al usuario promedio, sin embargo, el texto plano suele parecerle rudimentario por no cumplir las expectativas estéticas que demandaría en un documento impreso en papel y tinta (por eso el dibujo de una hoja blanca como fondo de pantalla, por ejemplo, sigue siendo el paradigma de la mayoría de procesadores de texto). Su preocupación primaria no es de forma, de estructura textual, de lenguaje, sino sencillamente de apariencia en la pantalla. Así, un argumento mal construido, una categorización deficiente, una palabra imprecisa provocan menos ansiedad que la dimensión de un margen o el lugar en la página que debe ocupar un logotipo. El fenómeno es, por lo menos, extraño, dado que hasta hoy, en una tradición que se cuenta por milenios, no ha habido recurso estético de carácter gráfico, papel de fina textura o tipografía hermosamente balanceada, que haya logrado resolver las deficiencias de un texto, las limitaciones de escritor alguno.

En cualquier caso, sin estar peleado con la forma estética de la publicación ―un proceso distinto y posterior a la escritura―, el texto plano mira más lejos. No sólo garantiza la compatibilidad y perduración de los documentos escritos, y fomenta flujos de trabajo ordenados que admiten colaboración. Lo hace, además, con el menor gasto de recursos: económicos, de cómputo, de almacenamiento y de energía. No importa si se cuenta con una computadora nueva o una con medio siglo perdurando. En ambos casos, un archivo de texto plano será leído, escrito, editado y aun transformado en otro tipo de archivo, por igual, sin la menor pérdida. Conseguirá lo más con lo menos. Tampoco exige el pago periódico de una licencia, sino apenas lo que quizá ya poseamos: una computadora, la que sea, conectada a la red eléctrica, y un alma empujada por la necesidad o el deseo de escribir, de teclear, de poner una letra delante de otra para, con suerte o sin ella, revelar algo que no estaba antes en el mundo. El texto plano invita así a concentrarse en lo esencial de la escritura: hurgar con igual grado de desesperación y dicha en nuestras mentes, tratando de hallar las palabras, el orden adecuado, en busca de claridad, de significado, de sentido, de todo eso que es la portentosa belleza sin adornos de un texto bien escrito, aunque no siempre lo consigamos.

En el contexto actual de cambio climático e hiperconsumo ―ese iceberg desprendido del Polo que algunos llaman crisis de civilización―, como otros frutos de la filosofía Unix, la sencillez y potencia del texto plano plantean además una reflexión que viene del pasado, cuando los recursos de cómputo eran escasos y compartidos, sobre el lugar de donde sale todo aquello empleado por nuestra especie para vivir y computar. La escritura en texto plano es, pues, en sí misma, una declaración política y un voto de fe que, quizá, con suerte, pueda llevarnos a otros cambios, en pos de otras rutas. Porque si otro mundo es posible, si la especie humana tendrá todavía lugar en él, no será con más extracción de recursos, con más energía «verde» (tan propensa a calentar como la otra) o con procesadores más potentes capaces de sostener y aumentar la descomunal maquinaria extractora de datos del modelo de desarrollo actual,11 cuya sombra amenaza ya mismo el presente y el futuro. Sino recuperando, individual y socialmente, en cada espacio de nuestra vida fragmentada, las virtudes que posee el texto plano en su callada armonía: buscar lo esencial, crecer lo necesario, ser conscientes de que todo recurso es compartido (pues proviene del mismo hogar común que es nuestro planeta). En el cómputo y en la vida.

Y si todo falla, si falláramos nosotros, quienes vengan después ―si vinieran, si quisieran― quizá tendrán modo de recuperar de los escombros de nuestra civilización, de una película de 35 mm almacenada en algún lugar del Ártico, o de una vieja computadora enterrada en donde hubo en otro tiempo una casa, aquello que una vez pensamos merecía ser escrito y guardado en un archivo de texto plano para darlo a otros, para conversar, para discutir, para hacer la guerra, para construir, para pensar, para sentir juntos, en el breve instante de luz que compartimos mientras flotábamos y parloteábamos por ahí, en la indiferente oscuridad del universo.


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  1. Borges, Jorge Luis (22 de octubre de 1950). «La muralla y los libros», en el diario La Nación, Argentina. Disponible en https://www.lanacion.com.ar/cultura/la-muralla-y-los-libros-nid814407/

  2. Aquí, una entrada en clave de humor del blog LaTeX y compañía sobre errores comunes generados en el uso de procesadores de texto (no exclusivamente de Word, por cierto):

    He visto cosas en Word que vosotros no creeríais.

    • He visto listas de items formateadas a base de espacios en blanco.
    • He visto docenas de retornos de carro seguidos al final de una página, para forzar el cambio a la página siguiente.
    • He visto una tabla de contenidos de un documento de 300 páginas, generada totalmente a mano «para evitar problemas».
    • He visto documentos llenos de imágenes en formato bitmap, ocupando gigas y que tardan minutos en «repaginarse».
    • He visto menús desplegables de «Estilos» con centenares de estilos definidos, ninguno usado de forma consistente en el documento.
    • He visto siete tipos diferentes de «bullets» en el mismo documento, con niveles de indentación inconsistentes.
    • He visto documentos impresos llenos de «¡Error! Marcador no definido».
    • He visto intentos de crear documentos multiarchivo con Word. Nunca he visto uno que funcionara.
    • He visto horas de trabajo desaparecidas por un súbito cuelgue, y copias de respaldo irrecuperables.
    • He visto listas de enumerables cuya numeración, en lugar de comenzar en 1, continuaba de otras de capítulos anteriores, sin que el autor lo notara hasta después de imprimir.
    • He visto documentos impresos que no se parecen a lo que se veía en pantalla.
    • He visto documentos que, al cambiar de ordenador, cambian completamente su paginación debido a que se usa una impresora diferente.
    • He visto el mensaje «¿Desea guardar los cambios efectuados en el documento?» sin haber hecho ningún cambio.
    • He visto un documento que, al avanzar tras la última página, se copiaba y pegaba a sí mismo en ese punto, de forma recursiva, aumentando su tamaño hasta colapsar el sistema.

    Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas de alegría en la lluvia. Es hora de LaTeX.

  3. Léase, por ejemplo, esta historia resumida sobre las tablas de caracteres y algunos de los problemas que surgen de una codificación no estandarizada: https://nokyotsu.com/latex/acentos.html. Algo tan profundamente arraigado al saber humano, tan elemental como los alfabetos, ¿no tendría que ser considerado de interés común en su traducción a bits y, por tanto, tratado como un estándar compartido entre distintos sistemas operativos y programas? Esos estándares existen, aunque algunas compañías desarrolladoras prefieran fingir que no. Tienen éxito en ese propósito, no obstante, porque en el corto plazo la mayor parte de los usuarios de computadoras, incluidos escritores y editores, suelen interesarse poco o nada en la materia de que están hechos los caracteres sobre la pantalla, mientras funcionen para todo efecto práctico inmediato. En el largo plazo, en cambio, descubrirán que la historia será dolorosamente otra.

  4. Sobran ejemplos de softwares que representaron, en algún momento, el estándar en su género: WordPerfect, Netscape, Internet Expĺorer, PageMaker, InDesign. Este último existe aún, y aunque es el estándar de uso de la industria editorial, debido a su diseño, al modo en que está construido, no da soporte a sus versiones más antiguas, que ya no son así compatibles con las recientes. Otro ejemplo conocido es Gmail, entre los clientes de correo populares. A medida que sus intereses han virado a otra parte, ha restringido la capacidad de almacenamiento gratuito que ofrecía, al mismo tiempo que tener una cuenta ahí se ha convertido, a través de Android, en casi requisito de otros servicios de Google y aun del mundo actual.

  5. «La máquina de escribir libros», en español por cortesía de ~peron, aquí: https://texto-plano.xyz/~peron/articulos/proc_txt/proc_txt.html. Versión original, en inglés: https://slate.com/culture/2013/03/len-deightons-bomber-the-first-book-ever-written-on-a-word-processor.html

  6. A pesar de ser nombrada como «procesador», la máquina de esta historia funciona de modo parecido al de un programa editor de texto en línea de comandos.

  7. Ver, por ejemplo, ¿Tiene futuro la escritura?, Vilém Flusser, México, Centro de Cultura Digital, 2021 (1a. ed. 1987). Disponible en https://editorial.centroculturadigital.mx/libro/tiene-futuro-la-escritura-

  8. Lee, aunque te asuste, querido lector del siglo XIX: https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/sep/08/robot-wrote-this-article-gpt-3

    O solicita la escritura de un texto: https://www.jasper.ai/?fpr=thorsten85

  9. Algo interesante reflexionó al respecto el escritor y editor René López Villamar, en alguna parte de este streaming en Youtube: «Deja de usar Word. Las mejores apps de escritura (En vivo)» (22 de febrero de 2022). Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=ymG7HATXHpc

  10. La palabra «máquina» para referirnos a la IA tal vez resulta imprecisa. Depende, en cualquier caso, de si consideramos la posibilidad de ser nosotros también máquinas, en uno o más sentidos. Después de todo, como dice el detective Rustin Cohle en True Detective, quizá seamos apenas «cosas que funcionamos bajo la ilusión de tener un ser».

  11. «A favor de la tecnología de las comunicaciones es común encontrar ejemplos como el de que un médico va a poder curar desde Alemania a un paciente en Colombia utilizando un robot manejado a distancia utilizando la maravillosa tecnología 5G, o que mediante esa tecnología se va a entender mejor el clima de la Tierra, y es posible que eso ocurra, pero ese tipo de aplicaciones se ve totalmente rebasado por otras que resultan inútiles o dañinas para la humanidad, como las aplicaciones bélicas, o cada vez más y más big data en manos de los gigantes, más pantallas, más gigabytes de videojuegos, más series y porno, más y más gadgets sorprendentes que acaban en los depósitos de basura en un par de años o menos. Con la 5G y las que vienen, considero que el problema no es en sí mismo la tecnología, sino el modelo de desarrollo que entraña, que nos arrastra cada vez más hacia un sistema planetario insustentable, profundamente desigual y absolutamente depredador de los recursos naturales y la dignidad humana. 5G es colonialismo tecnológico de punta». Benet, Raúl (2020). «¿Nos está matando la tecnología 5G?». Disponible en https://aristeguinoticias.com/1405/mexico/nos-esta-matando-la-tecnologia-5g-articulo-de-raul-benet/





No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.