El orgullo y la tristeza

09 de noviembre de 2020



Para un verdadero jugador de ajedrez, el acto de mover treinta y dos piezas en un espacio de sesenta y cuatro casillas es un fin en sí mismo, un mundo muy completo al lado del cual la vida biológica, política o social resulta desordenada, aburrida y contingente. Hasta el más torpe de los aficionados siente esa fascinación diabólica. Hay momentos mágicos en los que criaturas completamente normales dedicadas a otra cosa, hombres como Lenin o yo mismo, sienten la tentación de renunciar a todo –matrimonio, hipoteca, carrera o Revolución Rusa– para pasar días y noches moviendo pequeños objetos tallados arriba y abajo sobre un tablero cuadrado. Ante el tablero, aun cuando sea el más barato de los juegos portátiles de plástico, nuestros dedos se crispan y un leve escalofrío recorre la columna vertebral. Y no se trata de ganar dinero ni obtener conocimientos o renombre, sino de un encantamiento autista, tan puro como los cánones invertidos de Bach o la fórmula de los poliedros de Euler.

―George Steiner, «Muerte de reyes».


Al final de su vida, Wilhelm Steinitz tuvo la idea de que, a través de la electricidad, con un sistema semejante al telégrafo, era posible jugar al ajedrez con Dios. Si el ex primer campeón mundial del juego ciencia intercambió piezas con Dios, si rindió su rey o se alzó con la victoria, lo supieron sólo él y las paredes del manicomio donde murió.

El trastorno mental suele ser, como se sabe, la sombra cosida a los pies del genio. Acaso, al revés. Por eso, en un juego donde el intelecto es protagonista, su antagonista natural es el desastre de la mente. Apagar la luz. Abandonarse a los monstruos en la oscuridad.

«Tu mayor enemigo eres tú mismo», dicen a veces los tíos y sus libros de autoayuda. En el caso del ajedrez, el sentido de la frase padece, sin embargo, un revés oscuro: el de la locura. Porque es verdad: la mano que mueve la pieza enemiga en el tablero es la propia y no la del adversario. Lo explica así George Steiner, en un comentario sobre el personaje de Novela de ajedrez, de Stefan Zweig:

«Al jugar, la mano apoyada del otro lado del tablero es en cierto sentido su propia mano. El ajedrecista está, por decirlo así, dentro del cerebro de su contrincante viéndose a sí mismo como el enemigo y tratando de contrarrestar sus propias jugadas, e inmediatamente después se vuelve a meter en su propia piel para buscar un golpe al contragolpe».

No le falta razón ni experiencia al crítico literario. El que describe es, exactamente, el proceso habitual en la mente de cada jugador sobre la mesa. Algunas veces, sin embargo, significa también algo más.

En su enfermedad, Steinitz, primer campeón mundial de ajedrez, jugaba contra un dios puesto frente a él por su propia mente. De modo semejante, a los cinco años, en un pequeño departamento neoyorkino, Bobby Fischer aprendió a jugar con su hermana; pero pronto, durante las horas de la infancia, como sería en adelante buena parte de su vida, su juego, como el arte, se desarrolló en soledad contra sí mismo.

«No sabía que era un juego que podían jugar dos personas», dice Steiner en una entrevista. Y algo semejante le había comentado ya el excampeón mundial Boris Spasski:

«Tuve el privilegio de escribir un largo artículo sobre el match que Fischer disputó con Spasski. Spasski me dijo una noche: “Para él yo no existo”».

Tener por rival a la figura en el espejo no parece tan distinto de saludar a gente imaginaria en la calle, hablar y pelear a solas o sentirse perseguido, como le pasaba al también genial jugador Paul Morphy.

Así, la soledad del jugador frente al tablero es siempre la soledad de la inteligencia. Porque el genio quiere, necesita, adversarios formidables. De idéntico tamaño. Lo mismo en la razón que en la locura cuando asoma la cabeza a ratos: en una declaración extravagante, en una derrota mal llevada, en el abandono sin razón de una partida o el retiro prematuro de una carrera profesional. La oscuridad propia. Los monstruos propios. El enemigo propio combatiéndonos, dentro y fuera de un tablero tan parecido a los espejos.

¿Un trago más, señor Alekhine?

The Queen’s Gambit

Elizabeth Harmon, huérfana que se aficiona casi simultáneamente al ajedrez y a las drogas, es un prodigio del juego y una adicta con poca vocación para la culpa. En suma, una rockstar en un mundo de ñoños, en una época en que la ñoñería formaba parte de las tensiones políticas del mundo.

Tal es, poco más o menos, la trama de la miniserie The Queen’s Gambit, basada en la novela de Walter Tevis, del mismo nombre, publicada en 1983.

La miniserie no rehúye la alharaca. El vestuario, los colores, las representaciones de la prensa y del juego, todo está ahí en su sitio, bien logrado y, muy seguido, hasta de forma bella. Pero, en general, la escenografía sabe dar un paso atrás pasado el momento de las presentaciones.

Beth Harmon, interpretada por Anya Taylor-Joy
Beth Harmon, interpretada por Anya Taylor-Joy.

La historia explota así, con silenciosa meticulosidad, la nostalgia y manías de los aficionados al ajedrez. Están ahí los libros de teoría clásica del juego; las apuestas y partidas a ciegas, simultáneas, contrarreloj; el sistema de clasificación basado en las probabilidades que un jugador tiene de ganar a otro y las alcurnias que, sin querer, genera («no tienes ranking, no puedes jugar contra él»); los nombres legendarios del juego (Morphy, Steinitz, Lasker, Capablanca, Alekhine…); el postureo infantil de los jugadores (la gabardina, el sombrero, el cuchillo de Benny Watts), las máximas regañonas («pieza tocada, pieza jugada»), el miedo –terror patológico a veces– a la derrota contra un rival inferior, la cortesía deportiva de rendir el rey y hasta las formas antideportivas de presionar al rival (el ninguneo, ponerse de pie, fingir distracción o aburrimiento, dejar pasar el tiempo en el reloj propio…).

Como es de suponer, por la época y por la protagonista, las reivindicaciones feministas y del movimiento por los derechos civiles ocupan un lugar. Pero la miniserie no avanza por la consigna. Sus tragedias, grandes y pequeñas, ocurren casi con distracción, como destruye el mundo: como cualquier cosa y con historias que suelen ocurrir. Vemos, por ejemplo, mujeres heridas por los hombres y por la sociedad: Alice, la madre de Beth, doctora matemática, con problemas mentales, abandonada por la familia y por el padre de Beth; Alma, la madre adoptiva, talentosa pianista y adicta como Beth a los tranquilizantes y al alcohol, y como la otra madre, también abandonada; y Jolene, mejor amiga y compañera de Beth en el orfanato, brillante y solidaria, quien no fue adoptada nunca debido a su color de piel.

Por su parte, el genio de Beth avanza, solitario, en un mundo ajedrecístico dominado por los hombres; no obstante, sin más obstáculos de los que su edad, el dinero y su ruta de autodestrucción le imponen. Eso último podría parecer inverosímil, pero la época en que transcurre The Queen’s Gambit tiene también alguna relevancia. De ocurrir hoy (y en la realidad), la historia de Beth habría sido otra. Aquí, en cambio, estamos en plena Guerra Fría. Es el tiempo de la carrera espacial, del programa Sputnik, de Laika, de la amenaza nuclear, de Vietnam… Dos potencias mundiales (Estados Unidos y la URSS), dos modelos económicos y políticos, se disputan el tablero del mundo. La miniserie, desde luego, no profundiza en eso. Incluso, puede ser que saberlo no sea imprescindible para disfrutarla. Sólo ayuda a entender por qué el ajedrez tenía tanta prensa especializada. Por qué hay en los kioskos y la televisión de la época una especie de fervor popular por seguir las noticias del deporte ciencia. Por qué cualquier persona más o menos informada conocía el nombre del campeón mundial. Y por qué Beth, además de su adicción, lleva todas las de perder contra su rival ruso, Borgov: disciplinado, serio, señor.

Como sea, el conjunto casi se siente como nostalgia de la Guerra fría. O, digámoslo así: nostalgia de un tiempo cuando la puerilidad de un juego de mesa era tan importante para el mundo.

Por otro lado –o por el mismo, si le hacemos caso a Orwell, quien sentía que tras la guerra la humanidad corría con prisa al restablecimiento de la esclavitud por otros métodos–, parece que en la buena sociedad gringa de la época los tranquilizantes eran repartidos en vitrolera, con pasmosa candidez, como caramelos. A los niños también, ¿por qué no? Beth es, de hecho, una niña yonki. Igual que sus compañeras en el orfanato. Y su madre biológica. Y la adoptiva («hijita, lánzate por otros chochos a la tienda; como que me ando sintiendo medio decaída»). Da la impresión de que a la ciencia médica de aquel tiempo, enrachada como andaba, no le temblaba la mano para repartir drogas a granel. He ahí, por cierto, una bonita reivindicación silenciosa para los hippies y las yerbas.

Vuelvo al punto: The Queen’s Gambit es una historia de autodestrucción y de genialidad. Y también una historia de aventuras, casi una road movie donde cabe de todo: la solidaridad, los amigos, el amor (a veces) y el rock & roll.

Beth vive en su ley. Y su ley incluye alcohol y pastillas. A veces como parte de la fiesta. Y otras como parte de la vida. ¿Pero puede una jugadora de ajedrez (lo cual ya casi implica decir «monomaniaca») distinguir la diferencia entre la fiesta y la vida? Su amigo Harry –el único de sus amigos y compañeros de juego casi funcional porque no lo obsesiona (tanto) el juego– le obsequia un libro de partidas de Paul Morphy y aventura una respuesta. Sencilla y demoledora.

HARRY: Analiza sus partidas. Sacrificaba caballos como si tuviera una docena. Atacaba al rey tan rápido que sus rivales se paralizaban.

BETH: Qué pena que Morphy y Capablanca no vivieran en la misma época. Se habrían enfrentado.

HARRY: Sí. Qué pena que Morphy se volvió paranoico y murió…

En París, no dormía la noche antes de una partida. Iba a beber a los cafés. Hablaba con extraños. Y al día siguiente era otra vez un tiburón. Educado. Bien vestido. Aplastaba, con sus manos pequeñas y femeninas, a un maestro europeo tras otro. ¿Sabes cómo le decían?

(Beth niega con la cabeza)

«El orgullo y la tristeza del ajedrez». Se retiró a los 22.

BETH: ¿Crees que voy a ser así?

HARRY: Creo que ya eres así. Creo que tal vez siempre fuiste así.

(Deja sobre un mueble el frasco de tranquilizantes de Beth).

Y sí. Porque Beth vive en su ley. Pero en su ley hay también lugar para la amistad. No importa que ni ella ni casi nadie, a su alrededor o afuera, sepa distinguir entre la fiesta y la vida. O entre el juego y la vida. O entre cualquier cosa de apariencia relevante y la vida. No importa que sean todos un montón de gente rota. Madres sobrepasadas por el mundo. Ancianos maestros que mueren solos, en silencio, henchidos de orgullo y de tristeza. Niñas que roban libros y pastillas. Niños que cargan con cuchillos en la bolsa del pantalón. Que se encuentran, se reencuentran y se pierden. No importa que Beth se abandone a su genio y apague la luz para jugar una partida del único modo posible, contra un único adversario: a solas, a ciegas, en la oscuridad.

Niña en la oscuridad, fotograma de The Queen’s Gambit
Fotograma de The Queen’s Gambit.


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No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.