El lado salvaje de la vida


He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

―Jorge Luis Borges, «El remordimiento».


Mi hijo mayor es un salvaje. Construye lanzas y espadas de palo, encuentra gracioso y más o menos justo el juramento1 de la Cuadrilla de Tom Sawyer y sueña con el día en que los zombis liberen a la humanidad de la esclavitud del dinero. Imagina esa vida posapocalíptica como la cumbre donde el espíritu humano podrá al fin brillar con esplendor o sucumbir, si no, al hambre de los muertos. Una o la otra: ser humano o ser alimento. No hay lugar para la gente tibia en su imaginación.

Conozco a mi hijo tanto como es posible que una persona que ame y ha educado a otra la conozca. Por eso, intuyo, lo que en realidad él quiere no son zombies ni el fin del mundo. Desea lo otro: explorar posibilidades. Ver por sí mismo qué hay en el bosque, el desierto y los océanos, al este y al oeste, o en los polos, sin preocuparse de volver a casa pronto, acaso nunca. Ir de aquí a allá para aprender del cielo y de la tierra y descubrir –a veces inventar– la tecnología y las ciencias. Conocer a otras personas y amar a las que elija, o a todas, si le caben en las ganas. Encontrar soluciones para problemas sencillos y complejos. Cantar canciones, contar cuentos y hazañas alrededor del fuego algunas noches. Asustarse. Llorar a veces. Sentirse vivir.

Por ahora, no obstante, el (mal) ejemplo que recibe es otro. Observa las vidas de los adultos transcurrir a través del trabajo, los ojos pegados a una máquina, preocupados por la renta, el empleo o el advenimiento de alguna enfermedad. Sabe que cuando el genio imaginario de su conversación nos pregunte en la sobremesa qué deseamos, responderemos casi sin dudar: dinero. Y presiente, desde ya, la tristeza que esconde esa respuesta.

Portadilla de Walden o la vida en los bosques
Portadilla de Walden o la vida en los bosques.

Mi hijo no ha leído todavía Walden o El barón rampante, pero sé que su cabeza y hasta sus fuerzas materiales van a volar quién sabe hasta dónde cuando se entere de qué tratan. Sé que alguna vez tendrá derecho a explorar esa aspiración suya si perdura. Y sé también que el mundo tratará de impedirlo. Porque tus calificaciones. Porque tu carrera. Porque el amor. Porque la familia. Porque el frío, el calor, el hambre. Porque la civilización. Porque los hospitales. Porque el sur y porque el norte. Porque el wifi. Porque tu raíz. Porque el libertinaje. Porque la colonización de Marte. Porque los soldados, el narco y los traileros. Porque la inseguridad. Porque te vas a morir como aquel pendejo.

Corrijo: quien tratará de impedirlo no será el mundo –que, desprovisto de deseo, permite nomás a lo que pueda ser que sea–, sino sus estructuras. Y también quienes ante cualquier problema sólo pueden imaginar un horizonte posible: el que otros han puesto delante de sus ojos.

Lo que mi hijo quiere es, en el fondo, un mundo donde coexista todo lo que no mata sin razón. Lo que ame. Lo que alumbre.

Esos mundos posibles ya existen, sin embargo. Son los de algunas historias de Ursula K. Le Guin en la literatura, o de Miyasaki en el cine; o incluso, dice él, el de Zelda en los videojuegos. Han existido también fuera de la ficción, a lo largo de la historia humana. Y aunque amenazados por la narrativa del desarrollo y el progreso –que pone comida en el refri, entretenimiento en el televisor, medicinas en el baño y mantiene, además, a nuestros teléfonos permanentemente informados de la próxima catástrofe–, esos mundos coexisten ahora mismo en todos lados. En la ciudad y fuera de ella.

Lo olvidamos de continuo, eso sí. Porque lo que se olvida es casi todo, dice Borges. Y porque el olvido, lo sabes bien, está siempre al alcance del próximo hipervínculo.

Los lobos no lloran

La población de caribús disminuye año con año. Si el caribú se extingue, un montón de formas de vida, animales y vegetales, se irán con él. Suponen algunos que la culpa es de los lobos. Pero no lo saben con certeza. Y para averiguar la causa, envían a un investigador al círculo polar ártico. Así empieza la historia de la bella Never Cry Wolf (Caroll Ballard, 1983).

Fotograma de Los lobos no lloran
Efectivamente, Tyler: ¡Foc!

Tyler, el investigador, se encontrará enseguida con un mundo silencioso y tremendamente vivo. Antes de atender su misión, sin embargo, deberá enfrentar montones de tareas y problemas básicos de los que depende su sobrevivencia. En el proceso, él y nosotros descubriremos que el hombre no era tan inútil como parecía o como nos figuramos, a veces, que son algunas clases de científicos.

Más aún: hallaremos vidas cuyos significados intrigan y deslumbran. Vidas animales: humanos, lobos, caribús, ratones. Vidas unidas por un hilo misterioso y frágil, pero que se nos revelan dotadas de sentido, en todo semejantes a un milagro. Porque no importa si toda la vida en su conjunto conformamos una nube llena de nada que flota rumbo de ninguna parte; o si somos una sola nota, un sonido, un instante, y otra vez nada, en el ciclo infinito de muerte y renacimiento de un universo soñado por un dios. Hay belleza en esa nada. Sencillamente, porque sólo ahí nuestra vida es posible.

La película (no sé si también el libro en que se basó) rehúye la complejidad. Aun así, consigue mostrar el impacto que tiene, en el resto de la vida en el planeta, la imposición de un solo modelo de vida humana: el promovido con éxito por un sistema económico que transforma el fuego en comodidad, la reunión en ciudad, la salud en medicina, la educación en escuela y el trabajo en empleo, en fardo y alienación quincenal odiadora de los lunes. Un modelo que convierte el valor en dinero y el dinero en deuda. Que traduce la comunicación como exitación social; y el viaje, la dicha del viaje, en la velocidad con que somos capaces de llegar de un lugar a otro, de una selfie a la siguiente. Un modelo, pues, cuya riqueza se levanta, en todo sentido, sobre los huesos de los muertos, como reza un título de la premio Nobel Olga Tokarczuk.

Hay un momento del filme que a algunos les produce asco y a otros más nos remueve la glotonería. Tyler decide imitar a los lobos y alimentarse del recurso más abundante de su campamento: los ratones. Los prepara en alguna clase de sopa, tal vez espesada con papas, y acompaña su guiso con unos buenos buches de cerveza. Mastica y al hacerlo produce un sonido viscoso, no voy a decir que agradable, pero en el que puede distinguirse, al fondo, el satisfactorio crocar de los pequeños huesos de roedor. Porque la vida, ¿qué esperabas?, se yergue aquí también sobre huesos. Sólo que los ratones acaban nomás en la panza, no engordando un paraíso fiscal.

La película me dejó con antojo de ratones. De modo que, cuando se presentó la oportunidad, los probé en Oxchuc, un lugar cerca de donde vivo y donde esos animalitos forman parte de la dieta. No me gustaron, pero más que nada porque la preparación no fue nada prolija. Mi apetito no pierde aún esperanza de hallar una receta como la de Tyler. En la mesa y en la vida.

Mundos posibles

Un ser humano debería ser capaz de cambiar un pañal, planear una invasión, carnear un cerdo, ensamblar una barca, diseñar un edificio, escribir un soneto, hacer la contabilidad, levantar una pared, expresarse en otro idioma, entablillar un hueso roto, consolar a un moribundo, recibir órdenes, dar órdenes, cooperar, actuar en solitario, resolver ecuaciones, analizar un nuevo problema, esparcir estiércol, programar una computadora, cocinar una comida sabrosa, luchar eficientemente, morir con gallardía. La especialización es para los insectos.

―Robert A. Heinlein, Tiempo para amar.

En algunos lugares existen pueblos que han elegido aislarse. «no contactados» los llamamos. Otros más que se ven obligados a realizar grandes esfuerzos por mantener vigente su cultura y modos de vivir. Y luego estamos los que vamos por ahí diciendo cómo son y deben ser las cosas. Los que imponen sus formas de organizar el mundo y de obtener, a como dé lugar, lo que necesitan, a fin de sostener una forma de vida que de todos modos no satisface ni colma de realización a casi nadie (apenas al uno por ciento de la población, me han dicho).

Existen otras posibilidades, seguro. Tantas como imaginaciones haya. Pero quién sabe qué pasa después de nuestra infancia que casi nunca, luego, nos decidimos a explorar alguna. Después de todo, ¿qué podríamos perder?

En el mundo que imagina mi hijo, por ejemplo, hay aún cazadores recolectores que son también científicos. Hay practicantes de un oficio y doctores, comerciantes, artistas, radios, satélites y creo que hasta internet. Abundan los hechiceros y bestias temibles que resguardan secretos. Y él, como muchos otros de su pueblo imaginario y disperso, va por ahí intentando descubrirlos, mientras se convierte en alguien, aún no sabemos quién; pero sus ojos brillan expectantes, del tamaño del mundo, como un corazón humano, por saberlo.

Fotograma de Cuentos de Terramar
Fotograma de Cuentos de Terramar, una película de Studio Ghibli basada en la compilación de relatos del mismo título, de Ursula K. Le Guin.


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  1. «Los que firmaban juraban no abandonar la cuadrilla y no revelar nunca ninguno de sus secretos. Y si alguno le hacía algo a algún muchacho de la cuadrilla, el niño a quien se le mandara dar muerte a esa persona y a su familia, tenía que hacerlo. Y no debía comer, ni debía dormir, hasta haberlos matado y rajado su pecho con una cruz, que era la señal de la banda. Y nadie que no fuera de la cuadrilla podía usar esa señal, y si lo hacía debía ser juzgado. Y si lo hacía otra vez, había que matarle. Y si alguno de la cuadrilla soplaba los secretos, se le cortaría el cuello y luego se quemaría su cuerpo y se desparramarían sus cenizas por los alrededores y su nombre sería borrado de la lista con sangre, y la cuadrilla no volvería a pronunciarlo jamás, sino que se le echaría encima una maldición y se le olvidaría para siempre». —Aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain. Trad. José A. de Larrinaga.





No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.