10 de febrero de 2021
La que debe ser una de las imágenes más tristes del mundo apareció en The Walking Dead. Es apenas un cuadro. Tan breve, que un solo parpadeo alrededor del minuto uno, durante la secuencia de créditos, podría impedir que lo vieras: un zombi atraviesa el campo, tal vez en otoño o en invierno. La hierba seca, dorada bajo la luz oblicua del atardecer, le llega casi a la cintura. Hay torpeza en su andar. También determinación.
Zombie en la distancia.
Determinación, lo sé, es una palabra difícil de relacionar con un zombie. Hablo de una fuerza que lo empuja hacia adelante, una inercia más grande que el apetito de la carne viva (mera consecuencia de existir). Un paso y otro más. Tropieza, cae, se levanta. Un paso. Un paso. Un paso. ¿No es eso, entonces, la determinación, el fuego que lleva lo vivo hacia adelante mientras lo consume hasta la muerte?
Unida a lo muerto, la determinación es la parte indefinible en la tristeza de esa imagen. Pero no es lo único. Dice, por ejemplo, Roth Cornet:
«Hay algo sobre la imagen aislada del zombie en la distancia que aumenta el sentimiento de desolación de la serie. Es una forma simple, pero efectiva, de transmitir rápidamente la sensación de pérdida y soledad abyecta, inherentes a un mundo de vivos y muertos a quienes les han robado su familia, su identidad, su humanidad y su forma de ser».
He ahí, pues, otra parte de la tristeza en la imagen del caminante solitario. El zombie es alguien que ha sido despojado de todo, excepto del hambre: del calor, del nombre, de la vida, de la razón, del amor. Siempre hambriento. En jirones. Sin rumbo. En todo igual a un despojado. Y como todos los despojados de la Tierra, uno cuya persistencia no tiene elección. Ni voluntad. Ni nada. Apenas un vacío que se mueve, bajo la luz de oro de la tarde.
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Es fácil ensañarse con el débil. Por maldad o por humor.
En un mundo humano, habituado a comer y ser comido, el zombie no es tan diferente de cualquier vivo. Le va peor a él, sin embargo. Porque al carecer de identidad, de propósito y de vida, deviene apenas en cosa, trozo de carne capaz de andar y de matar, pero tan profundamente vacío, que es posible ridiculizarlo o prenderle fuego con impunidad, como hace a veces la gente cruel con los espantapájaros y las casas abandonadas.1 Despues de todo, a quién le importa.
Arráncale la mano. Hazla saludar a su dueño. Ráscate la oreja y golpea después la mesa con sus dedos para demostrar tu impaciencia. Medita un momento con tu cabeza apoyada sobre ella. Luego levántate, reprende al zombie su falta de modales; crúzale el rostro, desfigurado, con el envés de su propia mano amputada. Y ahora la otra mejilla, con la palma.
Hay montones de escenas humorísticas construidas de forma semejante en la pantalla. Al verlas, luego de la risa no siempre incómoda, uno sabe, sin lugar a dudas, que monstruos somos todos, pero siempre hay peores.
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Continuamente en Sólo los amantes sobreviven (Jim Jarmush, 2013), el vampiro y rockstar Adam se queja de la gente que acampa afuera de su casa para idolatrarlo. Se refiere a ellos como «zombies».
―Míralos ―le dice a su compañera Eve, con gesto de desprecio―, todavía usan cables.
Pienso en esa escena, precisamente, durante una visita que hice a cierta escuela privada. Instalaciones bonitas y costosas, reconocimientos en las paredes, áreas verdes, biblioteca, sala de cómputo con equipos recientes… Y de pronto, algo me inquieta: en una esquina, mal disimulada por una capa de polvo y telarañas, hecha nudo con descuido semejante al odio, en desorden, una maraña de cables se asoma a saludar a Adam.
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Fantasea en «Los muertos» Juan José Millás con que la humanidad podría, en realidad, ser una suerte de barco fantasma.
«Pero si hay barcos fantasmas e individuos fantasmas, quizá haya también colectivos fantasmas, grupos de personas o sociedades que funcionan sin alma. Entras en los espacios públicos de estas sociedades y ves cuadros en las paredes, ascensores subiendo y bajando, archivadores, máquinas de café, fotocopiadoras calientes, como si se acabaran de usar… No sería raro que la humanidad fuera una de estas instituciones fantasma que atraviesa los siglos guiada por alguien que, pese a las apariencias, no somos nosotros».
No es difícil darle la razón. Del recreo al trabajo, de ida y vuelta, buena parte de nuestra existencia suele hoy devenir en alienación. Y ésta, en ansia y apetito insaciable. Consumir, consumir, consumir. Hasta que se acabe el mundo o caigamos junto a la carretera –lo que ocurra primero–, abrazados a la barriga vacía con nuestros teléfonos.
El mayoritario estilo de vida actual ―medida del valor que damos al interés común― suele ser una experiencia que confronta nuestra mejor autopercepción como especie. Refuerza la idea de que quizá nos convertimos, no podemos recordar cuándo, en un colectivo sin alma ni propósito, pero con inmenso apetito. Por eso, de nuevo, el del zombie (ese barco fantasma, ese cascarón, ese despojo) es, en más de un sentido, nuestro propio relato, no tan desfigurado ni lejano ni ficticio como tal vez nos gustaría.
Por supuesto, la metáfora es burda y ya un lugar común. No por eso, sin embargo, resulta menos significativa: todos sabemos quién es el despojado, el Lázaro, el caminante solitario que atraviesa el campo muerto, iluminado por los últimos rayos de la tarde. Pero nadie sabe ya cómo crear otro relato. Nos queda, entonces, la risa, la conversación interminable alrededor de las noticias, contarnos historias frente al fuego de nuestras pantallas. El apetito sin confines. Dar un paso. Un paso. Otro paso. Quién sabe hasta dónde ni hasta cuándo.
¿Es eso entonces la determinación?
En esta referencia no hay zombies, pero el significado del placer que encuentra en prender fuego el personaje de «Quemar graneros», de Murakami, quizá no esté demasiado lejos del vacío representado por el zombie (o por una mandarina invisible). A propósito, vale muchísimo la pena ver Burning (Lee Chang-dong, 2018), película basada en el relato de Murakami que, a su vez, rehace el tema del cuento de Faulkner «Barn Burning». Está en netflix.↩
No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.