Comida por correo y civilización

Cosas encontradas #2

15 de enero de 2021

Leí, sin demasiada expectativa, en un rato que tuve el domingo pasado, 84 Charing Cross Road, de Helene Hanff. Resultó exactamente lo que parecía: un libro de minucias, de ñoñerías de lectores; pero con la virtud de su casi total ausencia de pretenciones (tal vez debida a que su escritura no fue concebida como libro, sino como cartas entre ella y el personal de la librería británica Marks & Co., cuando el comercio era aún algo que ocurría entre personas). Esto significa que, ñoño como es, no pasa nunca por esa colección de lugares comunes alrededor de la lectura: no hay expresiones como «la aventura de leer» o «viajar con los libros» o inocentadas así. Es casi una lista de lecturas de una señora que adora las historias de no ficción a lo Montaigne; en especial, de gente de siglos atrás. Porque la autora supone de entrada –y sus interlocutores no la desmienten–, que su tiempo de vida es gobernado por la ficción, a la que desprecia: «no puedo leer cosas que no le pasaron nunca a nadie».

Hanff escribe sin querer su libro terminada la segunda guerra mundial. Y su gusto por la no ficción daría, seguramente, para un ensayo sobre el problema de la verdad o del culto a la propia personalidad en la literatura, una mesa cuyas patas Carrére y Knausgard patean hoy con una seguridad que valdría la pena interrogar. Nomás que a Hanff todo eso le importa menos que un chayote. Y uno la llega a querer, aunque sea un poco, nomás por eso.

Hanff es arrogante, mamona digamos, pero querible. Y eso nos lleva a lo que encuentro de más bello en su intercambio epistolar con sus libreros: los gestos humanos, la empatía, la solidaridad mediada a través del intercambio de palabras y, sobre todo, de comida, para hacer menos dura la circunstancia de los otros que la acompañaron y acompañó epistolarmente, mientras tuvo vida y modo de hacerlo.

La primera carta entre Hanff y sus libreros está fechada el 5 de octubre de 1949, recién terminada la guerra. En diciembre de ese mismo año, al enterarse del racionamiento de alimentos que padecen los británicos, Helene envía por navidad –y no dejará de hacerlo hasta varios años después, cuando sus interlocutores le digan que ya no es necesario– huevos, jamón y algunos productos enlatados, para que se repartan entre los empleados de la librería.

«Brian me ha dicho que tienen ustedes racionados los alimentos a razón de 60 gramos de carne por familia y semana, y a un huevo por persona y mes. Me he quedado horrorizada. Tiene un catálogo de una empresa británica con sucursal aquí [New York], mediante la cual envía por avión alimentos desde Dinamarca a su madre; así que yo también voy a enviar a Marks & Co. un pequeño regalo de Navidad».

Una de sus interlocutoras le responderá más tarde:

«Todos le estamos muy agradecidos por el paquete. Para mis pequeños (una niña de 5 años, un chico de 4) fue una verdadera gloria…, y ahora con las pasas y el huevo, ¡voy a poder hacer yo un pastel también!».

Encuentro algo hermoso en el acto de dar y recibir no caridad, sino un obsequio constituido por algunos huevos, unas pasas, un trozo de jamón y algunos enlatados; que el alimento signifique algo, como tal vez un gesto de amistad que resulte un motivo de alegría genuina.

De la segunda guerra mundial a la fecha, la economía se erosionó como si cuatro o cinco generaciones hubieran nacido y pasado por el planeta igual que prodigiosas mensas; pulularon en todos lados cultos tecnócratas incapaces de leer la realidad ni jubilarse, y el embargo económico del país de Hanff sobre otro provocó un racionamiento semejante al que leemos en sus cartas, entre otras injusticias. Las pequeñas librerías tienden a desaparecer y ya ni siquiera enviamos cartas por correo postal (a veces ni por correo electrónico). Mucho ha cambiado, pues, desde entonces. Pero la amistad y la empatía siguen ahí entre nosotros, haciéndonos dar y recibir –como Hanff– lo más humano que tenemos desde siempre: los alimentos y la palabra, para compartir la mesa y departir en ella acerca de nuestras relaciones con la familia, los libros, la política o lo que sea que nos pase mientras vivimos. Todavía.

* * *

Como dos viejitos a los que alienta el asombro y el placer de la maledicencia, conversamos mi amigo Emilio y yo algunas veces. Una idea aparece con cierta recurrencia en esas charlas: ¿cuánta gente se necesitaría y sería capaz de reconstruir la civilización si mañana mismo un desastre natural o político nos hiciera tronar como cacahuates?

¿Cuánto sabemos de agricultura? ¿De medicina? ¿De mecánica? ¿De radio? Dueños orgullosos de teléfonos, tabletas y otras computadoras, la mayoría no tenemos la menor idea de cómo funciona y se construye todo eso. Ni casi nada de lo demás. La distancia entre quienes poseen de verdad el conocimiento (una ingeniera o un programador, un albañil o una partera…) y el resto del mundo es cada día más abrumadora. En el caso de la tecnología, nos limitamos seguido a ser usuarios entusiastas, ávidos consumidores (nuestra relación con cada nueva tecnología ―cuya aparición dura poco, pero casi es como si anulara todas las anteriores―, nos pasa además la factura en términos de devastación minera y basura tecnológica, con objetivos tan imprescindibles como el intercambio de likes), pero somos mayormente incapaces de entenderla. No sólo estamos lejísimos de la polimatía con que relacionamos el llamado «renacimiento». No estamos siquiera medianamente cerca de las habilidades y capacidades de muchos de nuestros abuelos y abuelas, que lo mismo producían su ropa y comida, que reparaban muebles y aparatos o bailaban una cumbia.

En fin. De ésos y otros temas de viejitos que le gritan a la nube conversamos a veces mi amigo y yo. Hace unos días, me compartió un hallazgo: La guía definitiva para reconstruir una civilización, un proyecto de libro que es exactamente eso, una guía ilustrada que ha prometido unas 400 páginas.

Portada del libro

El proyecto se parece en propósito a The boy mechanic, una serie de libros infantiles de principios del siglo pasado, que enseñaba a construir barquitos, alas delta, escopetas… artefactos algunos de ellos cuya construcción provee de comprensión y conocimiento, pero que hoy no siempre queda bien saber y, menos aun, experimentar.

Parece que el libro intentará recuperar conocimientos de todas partes. Aun así, 400 páginas parecen poco para la tarea. Lo son. En Fahrenheit 451, Ray Bradbury dio a los miembros de una tribu la tarea de memorizar cada cual un libro, sólo para hacer verosímil la tarea de reconstruir una civilización. Entonces, si pensamos en algunas secciones como, por ejemplo, hongos y plantas con aplicaciones prácticas (comida, medicina, etc.), que dependen de la región del mundo que se habite, la tarea se vuelve pronto algo mayor. Entiendo que el objetivo del libro no es enciclopédico, sino despertar la curiosidad, hacernos soñar, interesarnos. Pero lo digo igual sólo por si alguien más se inspira a desarrollar otros proyectos semejantes, más cercanos a nuestras geografías y saberes.

El proyecto consiguió financiamiento del público. Necesitaba reunir 8 mil dólares para hacerlo posible y consiguió más de 2 millones. A juzgar por el interés que despertó, tal vez los viejitos que le gritamos a la nube no estemos tan solos como a veces suponemos.

«Un ser humano debería ser capaz de cambiar pañales, planear invasiones, carnear cerdos, navegar barcos, diseñar edificios, escribir sonetos, contabilizar saldos, levantar paredes, tratar fracturas, dar consuelo a moribundos, recibir órdenes, dar órdenes, cooperar, actuar solo, resolver ecuaciones, analizar nuevos problemas, palear estiércol, programar computadoras, cocinar bien, luchar eficientemente, morir con gallardía. La especialización es para los insectos».

―Robert A. Heinlein, Tiempo para amar.


Volver al índice principal





No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.