Adiós al Conejobús

03 de noviembre de 2020

Las ciudades se sueñan unas, pero suelen despertar otras. Se sueñan habitables, generosas, plenas de vida. Despiertan sucias, desordenadas, invivibles. Entre los muchos, demasiados sueños no cumplidos de la maltratada, herida Tuxtla, se encuentra un transporte público de dimensión humana. Porque de ningún modo se puede llamar humanos a esos hornos hechizos de metal, con tornillos salidos, luces parpadeantes, tubos que son un atentado contra la ortopedia y asientos que desafían los límites de la geometría euclidiana («si se pegan bien, cabe otro»).

Por eso, cuando hacia el final de 2009, se estrenó el Conejobús como modelo de transporte público de Tuxtla Gutiérrez, limpio, eficiente, ordenado y hasta con aire acondicionado, las irregularidades que le dieron origen fueron rápidamente superadas en la opinión pública, contentísima como estaba –y con razón– por la naciente dignidad de su transporte.

Conejobús
Conejobús.

Así corrió durante algún tiempo el Conejobús, por las rutas uno y dos, empujado por la gratitud de sus usuarios, más que por el supuesto biodiesel del entonces gobernador Juan Sabines Guerrero, tan dócilmente aplaudido por la prensa entonces. Bien pronto, sin embargo, en cada aspecto de su administración, el legado del exgobernador terminó invariablemente judicializado o dado por perdido, gracias a la complicidad de los otros dos poderes del Estado, cuyos integrantes nos deben hoy todavía si no el dinero (aunque también), al menos montones de respuestas.

Los castillos de Sabines habrán sido de aire, pero la deuda, por desgracia, fue dolorosamente real. Lo mismo las «ciudades rurales» que el «fin de la pobreza». Lo mismo el biodiesel que el Conejobús. Todas ellas, fantasías cuyas trampas, parece, no terminan aún de estallarnos en la cara.

La agonía del Conejo

A lo largo del sexenio (2012-2018) de Manuel Velasco y aun lo que lleva la presente administración, de vez en vez, la prensa local ha anunciado ―con justificación― la muerte del Conejobús. El público usuario, sin embargo, no ha necesitado leerlo o escucharlo para darse cuenta. Con paciencia habituada al desamparo, día a día ha padecido la rápida degradación de su transporte urbano: desde la insuficiencia del espacio y los tiempos de espera cada vez mayores, hasta la pérdida del aire acondicionado (tal vez la buena nueva que más pronto caducó).

De un parque vehicular que llegó a ser de 91 unidades a las que se sumaron 22 más, con rampa para personas discapacitadas, que otorgó en comodato a la empresa el Gobierno del Estado, quedaban apenas 37 hasta septiembre de este año, y no todas funcionales. Es decir, 76 unidades se perdieron en apenas una década por falta de recursos y mantenimiento.

Se estima que en su arranque, en 2010, el Conejobús contabilizaba más de un millón de viajes personales cada mes. La cifra habría descendido a poco más de 400 mil mensuales en 2019 y aun a mucho menos de 100 mil durante el confinamiento sanitario en 2020.

Nada de eso ha sido sorpresivo para nadie. Ni para la prensa, ni para el público usuario, ni mucho menos para los socios y trabajadores del Conejobús. El justificado presagio, sin embargo, no se había cumplido. No hasta el reciente domingo 1 de noviembre de este 2020, año de pandemia, de desempleo y de crisis económica, cuando la dirección del Sistema de Transportes Urbanos de Tuxtla, S. A. de C. V. (Situtsa), mejor conocido como Conejobús, anunció el cierre definitivo de operaciones de la empresa.

Lo esperaban, dice uno de los trabajadores en un video, «pero no de esta forma». Otro más añade:

«Cuando yo llegué a acá, hace diez años, yo firmé un contrato con Situtsa y, por lógica, pienso, creo, que quien me debe resolver [el finiquito] y darme mi salida, debe ser Situtsa».

Tiene razón.

Pero hay un problema: desde que fue constituida, en 2009, la empresa carga con irregularidades que convertirían a los socios en juez y parte, en una situación de quiebra como la que hoy atraviesa el Conejobús.

Fallas de origen

En 2009, la creación del Conejobús enfrentó la resistencia de los concesionarios de las rutas 1 y 2 de Tuxtla. El líder transportista Walter León Montoya terminó encarcelado, en aquel momento, por su oposición al proyecto de Sabines Guerrero. Al final, para salvar el obstáculo, el Gobierno del Estado terminó por hacer un acuerdo con los concesionarios de esas dos rutas: convertirlos en socios de la empresa y pagarles «quince mil pesos mensuales libres de impuestos, tratándose de socios, importe que se incrementará en términos del índice nacional de precios al consumidor».

Ese monto, a la fecha, había ascendido a algo más de $20,000 mensuales, por cada una de las 139 placas autorizadas, en poder de 105 socios-concesionarios.

Es decir, si promediamos el monto inicial con el final, serían alrededor de 300 millones de pesos, pagados del erario, en diez años.

El acuerdo consta así en el acta constitutiva de Situtsa. Pero hay dos irregularidades ahí.

La primera es que si por causa de utilidad pública el Estado consideraba –bien o mal– que debía operar directamente esas rutas, debió antes realizar un proceso de revocación de las concesiones involucradas1 y luego, entonces sí, constituir una empresa paraestatal. No lo hizo así, sino que para evitar el conflicto con los transportistas, convirtió en socios a los concesionarios de las rutas 1 y 2.

La segunda irregularidad es que no sólo los convirtió en socios, sino en acreedores permanentes: según ese acuerdo del acta constitutiva, aun si la empresa perdiera dinero, los socios de todos modos obtendrían ganancias, un absurdo sólo posible a través de la opacidad de un subsidio. El de la partida 4000:

«Asignaciones destinadas en forma directa o indirecta a los sectores público, privado y externo, organismos y empresas paraestatales y apoyos como parte de su política económica y social, de acuerdo con las estrategias y prioridades de desarrollo para el sostenimiento y desempeño de sus actividades».

Es decir, la «ganancia» de los socios era, en realidad, un subsidio, por no ejercer sus concesiones en las rutas 1 y 2. Esto es, un pago de unos 300 millones de pesos, en una década, por no circular en las calles.

Existe aún una tercera irregularidad. El Conejobús se constituyó con una participación mayoritaria de fondos del Estado: 51 por ciento. Es decir, Situtsa tendría que haber sido regulada como una empresa de participación estatal mayoritaria, sujeta a la Ley Orgánica de la Administración Pública del Estado de Chiapas, así como a la Ley de Entidades Paraestatales del Estado de Chiapas. Eso habría implicado, entre otros aspectos, que su presupuesto fuese incluido en el Plan Estatal de Desarrollo. La Secretaría de Hacienda, a su vez, se habría obligado a verificar la manera en que se ejercía el gasto, a través del Fideicomiso para Modernizar el Transporte Público (la figura creada para que el gobierno estatal fuese socio de la empresa), como consta en el acta constitutiva de Situtsa.

Nada de eso aconteció. Los fondos del Conejobús nunca pasaron por el citado fideicomiso. De hecho, el fideicomiso nunca cumplió ninguna función, más que pasearse, con la inocuidad de un fantasma, por el acta constitutiva. Fue siempre, y en todo sentido, una ficción. Porque los fondos para pagar el pacto irregular, realizado por el gobierno estatal con los concesionarios de las rutas uno y dos en la creación de la empresa, provenían del subsidio estatal. No de las ganancias que habría obtenido el Conejobús. El fideicomiso jamás pagó ni recibió un centavo; por lo menos, no que se sepa. Fue tratado como una figura irrelevante. No lo era, pero así ocurrió.

El destino de las ganancias que haya tenido en su mejor momento el Conejobús es un misterio. Públicamente, no se conoce ningún informe financiero realizado a los socios. Ni se tiene noticia de que Situtsa haya, alguna vez, celebrado asambleas de socios o reparto de utilidades.

Las ganancias son, pues, una de las tantas preguntas abiertas que dejó a su paso el Conejobús, evaporándose en el aire caliente del asfalto tuxtleco.

¿Quién pagará?

Así las cosas, hoy, cuando el director en turno de la empresa, José Romeo Pedrero Miranda, ha declarado el cierre de operaciones, porque ―dice― «se ha perdido más dinero del que se ha generado», queda otro cuestionamiento más en el aire, el más urgente de responder para los trabajadores: ¿ahora quién les pagará el finiquito?

En rigor, tendrían que ser los socios del Conejobús: esto es el Gobierno del Estado (a través del espectral e inútil Fideicomiso para la Modernización del Transporte Público del Estado), propietario del 51 por ciento de la empresa, y los 105 socios, dueños del restante 49 por ciento.

Oficialmente, desde su creación, en 2009, nunca hubo una sola asamblea de socios de la empresa. Nunca, tampoco, reparto de utilidades. Nunca el Fideicomiso para la Modernización del Transporte Público del Estado ejerció ningún derecho ni obligación, ni nada, en realidad.

Hoy, mientras el público usuario se queda huérfano de Conejobús, sin un transporte público siquiera medianamente digno que lo sustituya, el gobierno y sus socios tendrían que celebrar, por primera vez, una asamblea de socios para hacer frente a su deber como empleadores. La única asamblea que al final celebrarían, por primera y última vez, en poco más de diez años, mientras el público usuario tuxtleco se acostumbra otra vez, qué más, a llamar «transporte público» a cualquier cosa que aparezca en la parada dispuesto a llevarlo, quién sabe hasta dónde ni hasta cuándo.




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  1. Según el artículo 11 de la Ley de Transporte del Estado de Chiapas: «El Estado, a través del Ejecutivo, en todo tiempo, cuando así lo exija el interés general podrá prestar o hacerse cargo, en forma provisional o definitiva, del servicio publico de transporte en una zona o ruta, estén o no concesionadas, en los términos de la presente ley y su reglamento, cuando: I. Los concesionarios se nieguen a prestar o suspendan el servicio sin causa justificada; II. Por necesidad de la población se requiera; y III. Exista una grave alteración al orden y la paz social que impida u obstaculice la normal prestación del servicio público de transporte».





No hay cosas sin interés. Sólo gente sin ganas de interesarse. ―G. K. Chesterton.